martes, 4 de mayo de 2010

Nick, Gordon y David

Nada es lo que era, y en ningua parte.
Complacido en la desgracia ajena, sobre todo cuando afecta al soberbio inglés, aprecio que la política es igual de mediocre en la tierra que se vanagloria de haberla desarrollado más que ninguna. A diferencia de la gran mayoría de españoles, mi estupidez nunca se ha encontrado con la frustración específica de desear no haber nacido donde se haya dado el caso de nacer, y es así que me alegro de no tener que votar en el Reino Unido, al menos tanto como me alegro de tener que hacerlo en España, donde mi desprecio por el Partido Popular casi me arrebata la razón para dirigirme como autómata hacia la urna, y ejercer en ella mi poder de destrucción, porque hoy nos conformamos con muy poco los apasionados demócratas.
Pero admito que todavía es mucho lo que debemos aprender de los ingleses. A mí me seduce el mundo inglés de la era Carrington -siempre me he sentido muy cómodo entre la cobardía burguesa-, e incluso podría retroceder con mi fantasía hasta Jane Austen, si no fuera porque a mi cuerpo defectuoso no le sientan nada bien los leotardos. Lo que yo admiro del mundo inglés es su obsesión por la apariencia, esa gozosa hipocresía reglamentaria que sustituye a la imposición violenta del orden. Si Gran Bretaña ha tenido un imperio, ello se debe a su comprensión del carácter republicano romano: la fuerza del carácter y la tiranía de la costumbre, en eso consiste la patria.
Como no podía ser de otra manera, los debates televisados de la campaña electoral británica me han divertido en los gestos. En primer lugar, se aprecia lo mucho que la cultura británica ha sido pervertida por la más bárbara de los queridos parientes de ultramar, y en este sentido, siempre tengo que alinearme con la tozudez francesa, que no duda en neutralizar todo lo que considera una agresión a su originalidad, tal vez porque las diferencias sí importan, en un mundo que, de tan guay, ya apesta; y porque no siempre triunfa lo mejor, aunque no deje ninguna alternativa.
En segundo lugar, ha llamado poderosamente mi atención el modo como los candidatos se trataban, sin apenas mirarse, despreciándose elitista y rotundamente, aunque se dirigiesen unos a otros por su nombre de pila, un requisito de patética mercadotecnia. Este detalle lo encuentro incluso cómico, y espero que no triunfe. Ya sólo nos faltaba para hundirnos definitivamente en la mediocridad nacional que nuestros candidatos se interpelasen "Mariano" y "José Luis", lo que sonaría más a dúo cómico que a otra cosa.
Un tercer aspecto de gratitud se debe al batacazo de Gordon Brown cuando quiso "bajar al pueblo", "acercarse al hombre (o mujer) de la calle", comoquiera que esos cerebros secos de la imagen lo llamen. Brown confesó abiertamente lo que hasta muchos ciudadanos "de a pie" pensamos: que la campaña electoral desata la capacidad humana para la capullada, y que, en realidad, aunque Lenin hiciese parte del Gobierno a las cocineras, la política, incluso en democracia, es algo bastante alejado del pueblo, al que sólo le importa lo suyo, y no concibe, de hecho, que pueda haber algo más.


Yvs Jacob

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