martes, 22 de febrero de 2011

Caen los primeros comercios regentados por orientales en el Barrio de las Letras

"¡Yuuuhuuu, de putísima madle!", ha celebrado un vecino de la zona, ante el horizonte que se abre para él con el retroceso de la ofensiva amarilla. Volver a comer pan de verdad, pan de tahona, y no esa otra imitación barnizada; adquirir bebidas al precio que fijan sus fabricantes, y no a otro aumentado por la redistribución de la distribución -la verdad es que resulta penoso ver a un chino tirando de un carro gigante para llevar las Coca-Colas de un supermercado a su local-, o caminar las calles sin ser asaltado por la insoportable fealdad que resulta de la sucesión sin fin de tantas tiendas donde el almacenaje había condenado a la dignidad humana, y hasta los orientales parecían amontonarse sobre los estantes, mustios de una tristeza imperturbable, entre gominolas duras y donuts derretidos.
¿Pero es que la niña de Rajoy no compra chuches en los chinos?

Quiero limitar el alcance de mi chinofobia, no vaya a ser que esta entrada llegue a los ojos de algún hippie recalcitrante.
Se dice que el chino es un pueblo muy antiguo, y que fue incluso alguna vez noble y orgulloso. Yo podría admirar a los chinos que inventaron el papel, que nos trajeron la bendita pólvora para hacer con ella lo que mejor sabe Occidente, el subnormal, los chinos que vivían el arte como una disciplina del alma, los chinos que se curraban unos acertijos la polla de ingeniosos y que todavía dan que pensar. No tolero, sin embargo, que se sitúe a Confucio por encima del divino Platón, como tampoco el descontrol que ha imperado desde que China colonizó nuestra deuda soberana y nuestros estúpidos gobiernos, impelidos por un ejército de empresarios del jamón, se fijaron en el gigante asiático ensimismados por un potencial mercado de cientos de millones de chinos que son ya capaces de falsificar sus propios jamones.
Hace pocos meses el Parlamento europeo votó contra una medida que pretendía despojar de los derechos laborales comunitarios a los inmigrantes, que se regularían por los vigentes en sus países de procedencia. Mucho se festejó por parte del periodismo de izquierdas que la votación no fuese favorable a los delirantes ideales esclavistas de la derecha, pero ¿acaso no sucede precisamente así, como prueban los comercios de los orientales, que nuestras leyes laborales no les protegen en absoluto, que familias enteras de chinos viven dentro de sus locales en un horario inabarcable para el coraje occidental, desde las 10 de la mañana hasta las 12 de la noche entre rollos de papel higiénico y latas de conserva -y menos mal que el atún Nexi no ha salido todavía de la cadena Lidl?
Sin olvidar, claro, la figura indefinida que contempla su actividad: ¿qué coño es una tienda de chinos? ¿Y por qué son todas tan increíblemente repugnantes? ¿Por qué parecen almacenes de polígono industrial cuando se encuentran en el interior de unas ciudades históricas que no hay arquitecto ni urbanista -y a Le Corbusier le hubiese dado un pasmo ante sus materiales- que armonice ni siquiera un Vips con una tienda de chinos en una calle peatonal madrileña?
Hay que recuperar el auténtico pequeño comercio madrileño -¡arriba las tiendas de ultramarinos!-, hay que hacer la comprita en el mercado del barrio -¡habla con tu charcutero!, ¡contén tus náuseas en la pescadería!- y no ceder cuando el estómago te pide albóndigas a las 2 de la madrugada.
¡Un poco de republicanismo, joder!
¡A la belleza le diremos "Sí"!
¡Nos rebelaremos contra todas las formas que adopte la fealdad no estética!
Pueblo de Madrid: ¡Muerte al neocapitalismo desquiciado! Ya hemos visto en qué ha convertido nuestras calles el libre mercado de la derecha asesina.


Yvs Jacob