domingo, 13 de diciembre de 2009

Catalunya independiente y Joan Laporta Presidente

No he pegado ojo. La amenaza de que un ejercicio democrático se iba a llevar a cabo hoy en Catalunya no me ha permitido conciliar el sueño en toda la noche. No lo conseguí con marihuana, no lo conseguí con alcohol: la democracia no me dejaba dormir. Yo no sé que temía; la voz del pueblo, la voz de la razón, la voz de los oprimidos, de aquellos amenazados por la aniquilicación, como ha dicho Joan Laporta... Y soy sensible al dolor de los hombres, y tanto lo soy que deseaba sumarme, prestarles mi ayuda, pero la democracia no me permitía hacerlo. Qué extraña es la democracia, diabólico instrumento...
La convocatoria se reducía a una sola región, Catalunya, y había sido iniciativa y obra, como he escuchado en los medios, "de grupos independentistas" aplaudidos por ERC. Sé que abuso de esta expresión, pero "la cosa tiene su gracia": se trata de una convocatoria que realizan unos grupos exclusivos -no todos los que son en el panorama democrático-, que se sirve de la democracia, expresión de pluralidad, para conocer la opinión de una parte -una parte de "la parte"- sobre un asunto que unos juzgan propio y otros, que afecta a todos los ciudadanos españoles. Jájaja... Parezco un escritor de los que abundan en la estupidez española: ahora que lo escribo lo entiendo incluso mejor, ¡y qué divertido lo encuentro!
Pero es que la cosa tiene gracia de verdad: allí donde se presentan urnas y papeletas se cree que late el espíritu de la democracia, ¡y habrá que esperar a la interpretación que hacen los demócratas de los resultados! Menudos son: donde hay democracia hay victoria.
La participación ha sido baja, pero seguramente sabrán los independentistas hacernos creer que, en ningún caso, despreciable.
A mí me fascina la democracia, y tanto, que hasta soy favorable a sus aproximaciones. Me encantan las elecciones al estilo franquista: quien las convoca sólo admite en ellas lo que quiere oír, pero si vota el pueblo, democracia es democracia. Lo que más me gusta de ellas es algo que había observado muy bien Ernst Jünger en El trabajador. Jünger no sólo consigue afiliar mi alma al sentimiento alemán durante la Segunda Guerra Mundial, también es un fino analista de otras estrategias de relajación del pensamiento. En particular, celebro su aguda conclusión respecto de los resultados electorales en los regímenes no democráticos -o en los ejercicios democráticos parciales-: nunca es conveniente que todo el voto favorezca al objetivo velado de la convocatoria, sino que conviene que se manifieste también alguna discrepancia, porque ella, por reducida que sea, justifica el procedimiento, la democracia como instrumento.
¡Ay, no sé si podré dormir de nuevo! ¡Quién pudiera adelantarme los resultados y los sesudos editoriales de la prensa catalana de mañana!
¡Qué nervios!


Yvs Jacob

¡Bravo por la acción sindical!

Ya era hora de que los sindicatos españoles asomaran la cabeza. Sea convenido que en la ridícula España sindicarse se ha considerado desde siempre como una manifestación del mal en el hombre, una pereza, una debilidad contraria a los dictados de la razón liberal cuya ley principal es: no trabaja quien no quiere; no progresa quien no quiere progresar. Y ¡quién no ha conocido a algún sindicalista que se tocara todo el día los santos cojones! Sin embargo, también hay jefes de trabajadores que nadie sabe por qué méritos exactamente disfrutan de ese placentero honorario sin por ello recibir censura. Sí, todo parece peor cuando lo hace un trabajador, un pobre trabajador, ese incesante brote de mierda que ni la tecnología consigue aniquilar -léase a Karl Marx, ¡hostias!-. Una revisión del sindicalismo es urgente, como tantas otras revisiones en la obtusa España. Hay en este divertido corral de cebollinos una obsesión por no irritar a los poderosos, y si los líderes de los empresarios se niegan a reconocerse como tales -cierto que no se comprende en absoluto qué podría representar Gerardo Díaz Ferrán en lo que la cultura llama "diálogo social"-, hay sin duda un temor a ganar la dignidad que el ser humano merece, a ganarla con la protesta y con la acción reactiva.
Hubiera sido deseable que el muerto de la crisis le hubiera caído a quien en buena parte anduvo ciego, el Partido Popular, que gracias a su aguerrida política de horror a la vergüenza nacional inició la senda de la especulación inmobiliaria hasta el punto de conducir al sector bancario al delirio de la autodestrucción. ¡Quién lo hubiera dicho antes! ¡El dinero destruido por el dinero!
La renuencia del sindicalismo español a calentarle más el culete al PSOE en el gobierno de la nación ha cedido por fin, ahora que tantas empresas han quebrado y tantos trabajadores han vuelto a la misera de la cual no debieron salir tan pronto. Ahora volvemos a celebrar que los sindicatos existen, aunque no sabemos muy bien si algo conseguirán.
Por lo pronto, yo animo a los trabajadores a que se sindiquen, a que no se rindan a la mala conciencia, a que toquen los cojones de quien sea necesario. El sindicalista no es sólo un individuo en chuvasquero que come bocadillos de tortilla; no es tampoco un desgraciado que suspira por el Atlético de Madrid. Un sindicalista es alguien que se atreve a poner límites al persistente intento de que le tomen el pelo.
¡Ah, España!


Yvs Jacob