domingo, 20 de diciembre de 2009

Si la Navidad no termina con la crisis, lo hará al menos con algunos de vosotros

Pues sí. Quienes vivimos en las proximidades de la Puerta del Sol no sólo tenemos la oportunidad de abuchear de cuando en cuando a doña Esperanza Aguirre, persona institucionísima, sino que además sufrimos la expresión en otras formas de la comedia humana. Adviértase ante todo que el abucheo es un instrumento de réplica descaradamente democrático; es más, el único, me atrevería a decir, y su práctica debería incluirse en la programación curricular de Educación para la Ciudadanía -incluso durante la hora de Religión podrían estar los alumnos todo el tiempo abucheando... De la misma manera que me espantan los demócratas institucionales, amo sin redención a esos otros que brotan con espontaneidad. Pero no es éste el asunto.
Personalmente, los anuncios vivientes que han proliferado después de las obras y que alborotan con sus gritos de "oro" y con sus chalecos reflectantes un espacio tan público me producen una leve depresión, como siempre que la temible regla cultural del presente se impone: si algo puede ser más feo, ¿por qué no hacerlo? Pero no es lo único.
El Ayuntamiento -supongo que ha sido él- ha aprovechado un árbol de Navidad gigante a partir de un diseño de Ágatha Ruiz de la Prada que el año anterior pudieron ver los madrileños en la Glorieta de Carlos V -Atocha-. Que el arte está en crisis no es ninguna novedad y todo el mundo lo sabe, pero insistir en que la dulce Ágatha sea artista quizá debería de corresponder a la esfera de su privacidad, ámbito ineludible de la autosuperación personal, y no a un estímulo subvencionado por las arcas del municipio. A menos, claro está, que el municipio me sufragase a mí los gastos de unas clases de violín, que, aunque no soy famoso, sí merezco tanto el dinero de todos como cualquiera -y buena falta que me hacen esas clases, y algo de artista debo de tener, porque hago con el instrumento lo mismo que hace Ágatha con la ropa (pero a mí sólo me insultan mis vecinos).
Estos días mi atención no se ha concentrado tanto en el "buen rollo" que despierta lo naïve como en la despiadada actividad comercial que ocupa a los transeúntes de dos o tres manzanas del centro tan espantosas por la acumulación de almacenes -hay quien dice "comercios"- de cosas innecesarias. Mi pensamiento está en duda: este año, o hay más dinero o hay más ganas de gastarlo. La cumbre de Copenhague deja claro que hay una diferencia entre lo que debería ser y lo que es, lo que los políticos quieren que se haga ahora y lo que ya ha sido hecho y no tiene remedio. La cumbre se ha presentado como un ultimátum -deliciosa palabra- que hiciera creer a la sociedad mundial que el mundo no puede continuar en su dirección actual. Pero este cuento ya no entretiene a nadie; y aunque hemos aprendido a reciclar y a cerrar el grifo del agua, resulta demasiado difícil olvidar toda la mierda que ya se ha abandonado en el planeta, y, especialmente, toda la mierda con la que convivimos, porque la existencia del hombre depende de manera vital de ella -el hombre en tanto que "cerdo" ha ocupado a alguna escuela muy avanzada de la psiquiatría-. No hay leyes que puedan borrar lo que ha sido, desvanecerlo, y encuentro cómico que intentemos fustigarnos con el ultimátum cuando el problema de verdad es la pobreza. La pobreza es todo; tener poco dinero, la mierda que se compra con él, tener mucho y fabricar más mierda. No basta, pues, con no utilizar bolsas de plástico. William Morris, uno de mis héroes del pensamiento urbanístico como imposición de lo bello sobre lo grotesco, es mi fuente aquí: mientras que la inspiración de las grandes empresas sea proporcionar mierda a los pobres, la mierda no cesará de existir y de extenderse.
Pero como la agresividad del sistema del mundo actual es tan desmedida, y aunque los pobres son necesarios para continuar tomándoles el pelo, a veces se produce un efecto adverso de ambigua interpretación. Me refiero a lo asfixiante de la estupidez colectiva, a la desesperación que llena las calles en estas fechas. Porque se corre auténtico riesgo de muerte, ya sea por la furia de los consumidores frustrados o por el vasto encuentro de la multitud en las insuficientes vías agropecuarias de la ciudad.
No, no se avecinan tiempos de amor y felicidad...


Yvs Jacob