jueves, 26 de noviembre de 2009

El "Estatut" de Catalunya en la era de los medios de comunicación

El ideologizado editorial conjunto que la prensa catalana ha suministrado a los lectores de diarios de allí es una muestra más de que, para algunos, los que se reconocen a sí mismos como autoridades, ilustrados, sabios o, dígase, listos, los demás nunca somos lo bastante gilipollas, sino siempre un recipiente sin fondo para toda la mierda imaginable, quizá porque eso informe, los demás, no cuenta con medios para su autodefensa y necesita del auxilio de otro poder que lo utilice como paquete de contención, cuando no lo hace como su propio recipiente -en esta ocasión, el Partido Popular y el Tribunal Constitucional a su servicio-.
Se nos quiere convencer de muchas cosas respecto de la relación de Catalunya con España, como si tal relación existiese, y se nos quiere decir a los demás que estamos siendo muy malos con los de allá arriba al no respetar su voluntad democráticamente expresada en las urnas.
La defensa comercial enloquecida del nuevo Estatut se está convirtiendo en otro ejercicio de brutal manipulación de masas, y llama mi atención que los catalanistas ya no se satisfacen con las mentiras que se cuentan entre ellos, víctimas de algo que los españoles no nacionalistas, ¡hasta nosotros!, somos incapaces de comprender; sino que intentan abordar a los demás, apelarnos para que les provoquemos, tal vez para que el resto de España comience a recelar tanto de la necesidad de una Catalunya integrada en el todo que sea preferible dejarla escapar. Así se interpretan las palabras de Jordi Pujol, que habló ayer de fricciones entre Catalunya y otras regiones de España, cuando su deseo no era describir una situación, sino provocarla.
Hay que ir todavía más lejos en la gran mentira del Estatut. El nuevo Estatut, tristemente, no corresponde aprobarlo al Parlamento ni tampoco a la pertinente Cámara autonómica. Se ha hecho, cierto, pero como violación del pensamiento democrático, auténticamente democrático, no contemplado ni en la Constitución; es legal, sí, pero no legítimo desde la moral.
El estado actual de la política vive su particular mito de la representatividad: los representantes de los ciudadanos toman las decisiones por éstos. ¡Y todas! ¡Menuda mierda!
No importa que la Generalitat haya enviado el preciado texto a los ciudadanos catalanes y que cualquiera lo pueda descargar para conocerlo también en castellano. Cuando una región, cualquiera que sea, pretende cambios de tal importancia que, si no se aceptan, suponen el inicio de una reacción que perjudica al todo que es el Estado, entonces los representantes de todas las regiones, así como los de ámbito nacional, se pueden ir a tomar por el culo. La irresponsabilidad y el peligro no representan más que a quien toma decisiones equivocadas bajo el paraguas de una supuesta justificación política, pero no hay ciudadanía detrás de ellas, sino oscuridad.
Las grandes decisiones, tales como guerras o modificaciones en la Constitución, o como amenazas a la Constitución misma, no corresponden a la representatividad, sino a la ciudadanía, y mientras ésta sea analfabeta y menor de edad, no podrán serle presentadas, como tampoco podrá ser alienado nunca su derecho a decidir sobre lo que de verdad importa: la paz social. No es posible delegar esa capacidad de elección en representantes en un mundo de vampiros e incompetentes. Los partidos no son representantes en todos los aspectos; sus militantes lo saben perfectamente, y quienes se excusan en la defectuosa organización constitucional de la democracia española para llevar adelante el disparate de ambiciones particularísimas sólo precipitan el desastre.
Los medios de comunicación, por otra parte, están funcionando como maquinaria de precisión al servicio del desastre. Han sido ellos los que han traído la mayor confusión sobre lo que podrá suceder al convertirse en portavoces directos de los partidos políticos.
Adviértase lo siguiente: la escasa participación en cualesquiera elecciones da buena cuenta de la ignorancia de la población española o catalana -no, no hay votos de castigo ni pollas; un votante que comprende lo que de verdad sucede en política no castiga con su voto-; la gente acude a votar y no sabe en gran medida a qué vota -quien se atreva a negar esto sólo puede ser un periodista con sobredosis de buen rollo-; una minoría, pues, por mucho que sea suficiente para la formación de un Gobierno autonómico, no puede tomar decisiones que conciernen a la mayoría auténtica: el conjunto de la ciudadanía -hay un fallo en el sistema-. Es cierto que Catalunya aprobó su Estatut, pero son apenas unos miles -¿cientos?- los que saben qué es eso, qué propone y qué cambia respecto del pasado.
¡Joder! ¡Hasta cuándo vamos a seguir siendo subnormales! ¡Hasta cuándo vamos a seguir tolerando que la seducción de las formas nos evite atender a los contenidos!
¡Ay, España...!


Yvs Jacob