jueves, 20 de septiembre de 2012

Santiago Carrillo en una pequeña historia de España

Los hechos aquí narrados son en absoluto inventados.
Cursaba yo 4º de EGB en los primeros ochenta, muy al principio de los ochenta, cuando el colegio organizó una excursión al museo de Ciencias Naturales, actividades que por entonces se decidían en agotadoras reuniones de padres y profesores, con el director, quizá porque se había iniciado en España la que puede llamarse edad de la política. De esto no se habían enterado muchos de los docentes que continuaron ejerciendo tras la muerte del dictador, y aunque yo asistía a un centro público, cuyos alumnos de los últimos cursos ya habían iniciado el proceso que los convertiría en yonquis, doña Rosita, mi maestra desde 2º hasta 5º de primaria, no dejó ni un solo día de rezar el Ave María apenas entraba en el aula, y a veces nos recordaba que no era obligatorio, y que quien no quisiese rezar podía guardar silencio. Este tic de doña Rosita formaba parte de un conjunto mucho más rico -solterona y sesentona, enamorada en secreto de Ramón, nuestro bedel tullido y con la mala hostia de un rinoceronte...-, doña Rosita, toda la vida dando clase a los niños y llega la democracia... Yo nunca me aprendí el himno, pero confieso que no fue una reacción iluminada, no por ignorancia, como diría Jean-Jacques, de lo que sea Dios a una edad tan temprana, sino por vergüenza, porque yo no podía alzar la voz ni siquiera dentro de un grupo. En cuatro años, yo nunca pude aprenderme el himno. Tras la visita al museo, fuimos, como era entonces de rigor, al Retiro, y por entonces no había negros siseando a los viandantes tras los árboles, pero tampoco se aconsejaba que nos alejásemos mucho. Por una de las sendas, encontramos a dos personas sentadas en un banco, eran Santiago Carrillo y su guardaespaldas. A los ocho años, tiene razón Jean-Jacques, ni se sabe qué es Dios ni se sabe quién es Santiago Carrillo, pero doña Rosita debió de decirnos algo, porque todos lo rodeamos con nuestros cuadernos en la mano para que nos firmase un autógrafo, y ya se me dirá para qué querría un niño de ocho años una firma de Santiago Carrillo. Este comportamiento tan contradictorio de doña Rosita, que había cantado un Ave María en el aula antes de subir al autobús, se resolvió satisfactoriamente al año siguiente, en 5º, cuando por fin fuimos de excursión al Valle de los Caídos, algo con lo que nos había amenazado los cursos anteriores. Frente a la tumba del dictador, uno de mis compañeros cargó la boca de flemas que expulsó con violencia y no menos acierto. Muchos años después, Chechu, que así lo llamábamos, ingresó en el cuerpo de la Guardia Civil -quizá el único entre todos aquellos muchachos que todavía hoy tiene un empleo... En 6º curso, ya nos libramos de doña Rosita, por alguna fortuna de la ley, pero se instauró la tradición de visitarla con el boletín de notas. En una ocasión, como yo había suspendido casi todas las asignaturas, delante de ella y otros compañeros fingí revolver la cartera sin ningún éxito en la búsqueda de las notas. Creo que ese día me di cuenta de que yo era un ser de verdad superior; tenía diez años y no me había temblado el pulso: no le había enseñado las notas porque no me había salido de los cojones. Con los años, pude añadir al cajón donde dormía el autógrafo de Santiago Carrillo otro de Rosendo Mercado, pero de éste no tengo ni la menor idea de cómo lo conseguí.


Yvs Jacob