Yo digo que no.
Estuve viendo un emocionantísimo partido que enfrentaba a los equipos femeninos de Suecia y Canadá. El espectáculo tenía algo de grotesco, igual que el aspecto de la principal jugadora sueca, y, a medida que el partido avanzaba, desde mi más profundo humanismo, más repudiaba esa práctica sobre la cual el feminismo debería dirigir su carga al modo de las cruentas batallas que con fervor ha vencido al inofensivo género de las palabras castellanas.
No niego que el juego consista en dirigir, deslizar y colocar con precisión las divertidas planchas dentro de lo que la comentarista llamaba "la casa". No obstante, era el instrumento, el cepillo para el hielo, lo que me afectaba, el agresivo frotar de las competidoras, no menos que el griterío de sus reflexiones. Todo ello parecía más propio de unas porteras enfurecidas, aunque ahora se admira más el modelo propuesto por Muriel Barbery, que se atreve hasta con el materialismo histórico y la corrupción departamental universitaria, ¡eso sí que es limpiar!
Hubo momentos en que temí que las jugadoras terminarían a cepillazos, porque mientras unas analizaban el siguiente movimiento estratégico -las que iban perdiendo-, otras -las que ganaban- no dejaban de reírse, comentando sus cosillas, y es que ya superaban los seis puntos de ventaja y jugaban, como se dice en deporte, "en casa".
Venció Canadá y el encuentro se cerró con un frío apretón de manos entre los cuartetos. Yo me quedé muy triste, porque en mi barrio, cuando dos mujeres acuden a un mismo sitio con sendos cepillos, la lían bien gorda, y eso sin cámaras de televisión.
Yvs Jacob
miércoles, 24 de febrero de 2010
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