jueves, 20 de enero de 2011

El Senado español, ahora más inútil todavía

Hace poco vi en televisión unas imágenes del Caudillo de las Españas entrando en el Senado. No podía ser más ridículo el espectáculo, porque sin democracia, las instituciones propias de la libertad se convierten en un teatrillo de pantomima. Pero todavía era más grave la pretensión de que el Senado pudiese tener alguna función que justificase su existencia, lo que habría supuesto compartir el poder con el dictador, si bien con un dictador no se puede compartir nada, puesto que cuando rige la más absoluta arbitrariedad, la dirección del gobierno corresponde al capricho, y un dictador es por definición alguien con poderes especialísimos, y en especial, el poder de tener el poder sin que nadie se lo haya otorgado ni cedido, sino que el dictador lo secuestra.
Como pasó el tiempo, y España se hizo democrática, primero, y europea sin mucho tardar, se llegó a pensar que el Senado, algo así como una metainstitución constitucional, podía actuar como legitimador de la misma democracia, esto es, la institución existe, y existe en democracia, luego podemos estar tranquilos, porque así nos parecemos más a los demás hombres libres. No obstante, el Senado, al menos en una democracia apenas inaugurada, carecía y carece de competencias decisivas -no es una Cámara con propiedad-, porque si esa institución pudiese contravenir la voluntad ciudadana -dos mayorías diferentes-, aquí acabábamos a hostias con toda seguridad.
Manuel Marín nos ilusionó cuando quiso modificar las normas del Congreso, y nunca ocultó que el Senado era un gasto bastante tonto. Respecto del Congreso, a diferencia de los demás presidentes, burdos aporreadores con maza, Marín quería que la Cámara tuviese la capacidad de poner en dificultades al presidente del Gobierno, fuese quien fuese, siempre alejado de la espontaneidad; quería algo diferente de lo que es, cierto, un corral donde unos animales gritan a otros. En cuanto al Senado, deseaba que se convirtiese en lugar de vertebración de la Autonomías, una Cámara territorial. Y aquí aparece el eterno problema.
Lejos de solucionarlo, se le ha dado al problema, según la costumbre española, una capa de pintura, ¡y listo! El Senado, lugar donde nadie tiene nada que decir y menos aun que escuchar, abre a los ociosos senadores la oportunidad de expresarse en su lengua regional. Sólo un idiota profundo intentaría hacerse escuchar cuando a nadie le interesa lo que tiene que decir, y menos si lo hace en otra lengua, por mucho que una educación mínima sea del auxilio de los españoles para entender lenguas tan relacionadas como el castellano, el catalán y el gallego. Entiendo que el euskera se trate con la mayor atención por su excepcionalidad, pero es una extravagancia emplear una lengua tan extraña para tener nada que decir.
Como ya sospechaba parte de la ciudadanía que el Senado es un cementerio con panteones muy caros para su mantenimiento, ahora aumenta su gasto que da gusto, y todo para satisfacer ese placer insano de los españoles de cualquier región por la tontería: cuanto más grande, mejor.


Yvs Jacob