lunes, 27 de septiembre de 2010

Julia Roberts. Cuando fuimos pueblerinos

No voy a negar que Julia Roberts sea una muy rica hembra de las que hubiesen distraído al mismísimo Immanuel Kant de su disciplina sobrehumana, pero tengo dudas acerca de su talento como actriz. Me atrevo a decir que no ha hecho ninguna película decente; ni siquiera se le ha escapado un pechito, eso sí, muchas caritas, muchas sonrisas, mucha boca se le ha visto en todas. Que a un mal actor se le dé un premio por haber hecho un buen montón de películas malas es algo bastante habitual en el mundo del cine. No sé ahora cuántas hay que hacer, pero todos los malos actores con muchas películas malas terminan premiados por su labor. Tiene gracia. Si lo que haces lo haces mal, entonces eres bueno haciendo lo malo, y por eso te premian tus compañeros, al menos sucede así en el cine -la literatura también imita a la realidad... En el deporte, por ejemplo, es diferente: si uno no gana en los 100 metros lisos, por mucho que haga la carrera, no le dan una medalla.
A Julia Roberts le han dado estos días un premio en Donostia. Para un americano, venir a España por un premio no es en nada diferente a recogerlo en Somalia -quiero decir que la sanción de quienes se lo conceden le debe de importar bastante poco, cualquiera que sea el punto en que se halle el tercer mundo de la cultura. No obstante, Julia Roberts vino, y bien podría haberlo evitado una cita con el callista.
Yo he sentido bastante tristeza al conocer el modo como los periodistas españoles informaban del acontecimiento, siempre considerando que no es más que una mujer guapa con las piernas muy largas. La he sentido también al escuchar a la actriz alabar a Javier Bardem con palabras y gestos vacíos de sinceridad, muy americanos, en verdad, porque su cultura ha multiplicado la calidez de la comunicación al despojar al vocabulario afectivo de autenticidad -ya lo decía Henry Miller, "my friend" no significa una puta mierda.
Pero lo peor ha sido ver a un ejército de reporteros gráficos apuntando con sus cámaras a una mujer en minifalda que sonríe por vicio autómata. Ellos allí, y los telespectadores en sus casas, parecíamos todos gilipollas, como de pueblo antiguo. Es una costumbre fuertemente trabajada por los españoles desde hace tres o cuatro décadas la de humillarse ante ídolos de plástico. No debe de extrañar que de fuera nos echen tanta mierda, es que disfrutamos como locos cuando podemos revolcarnos en el fango de nuestra mediocridad.


Yvs Jacob