sábado, 24 de marzo de 2012

Jesús Torres escribe un concierto para violín al que le sobra toda la orquesta

Ya lo decía mi profesor de Educación física -ya se sabe, "gimnasia"- cuando nos veía asomar por lo que en el colegio se conocía como "el cuarto de la música": "cuidado con el xilófono, eran las palabras de uno que se hacía llamar don Guillermino, que es así como lo jodemos". "Así", claro, quería decir "aporreándolo", "subidos encima" o "agitándolo en el aire". En el cuarto de la música había también alguna que otra pandereta, una pareja de maracas y una bandurria colgada en la pared -quizá también una flauta de ese material noble, el plástico, cuando todavía no venían de la China. Pero que no se interprete que en el Concierto para violín y orquesta de Jesús Torres fue una mala ejecución de la marimba lo que arruinaba la obra, sino que es la presencia del instrumento, su participación en el todo, en aquel jaleo amusical, lo que cabe emplear para resumir de manera eficacísima el atrevimiento de este compositor, que consiguió que una ola de frío polar recorriese la sala durante veinte minutos con su ocurrencia acumulativa, que repartía notas a diestro y siniestro -y golpes- entre los instrumentos, con la peor fortuna para todos ellos -el público pasmado se aferraba en secreto con esperanza al violín de Miguel Borrego, ¡pero un imposible el rescate!
Tiene que haber alguna palabra para referir el hecho de que el estreno absoluto del Concierto para violín y orquesta de Jesús Torres fuese alojado en el programa de abono de la Orquesta de RTVE entre dos sinfonías, una de Haydn y otra de Glazunov, alguna categoría estético-musical para significar una pausa en la música -en los cines aparecía el mensaje "Visite nuestro bar". Incluso se puede decir que Jesús Torres ha escrito un desconcierto con violín, que acumula, además, todos los tics del lenguaje musical cuando huye veloz de la armonía para introducirse en esa modernidad luisdepablista española, que apenas se descuida el compositor, en lugar de una exploración de los márgenes de la expresión musical, le sale de la partitura una estampida, con sus elefantes y todo.
No es la primera vez que asisto a una broma semejante. Pero obsérvese siempre a los profesionales. "Interpréter, escribió Maeterlinck en La vie des fourmis, n'est pas toujours comprendre". Es habitual percibir alguna expresividad en los profesores de la orquesta cuando aquella música que hacen brotar de sus instrumentos es contenible en una unidad, un continuo que va de principio a fin y se reconoce como tal, lo que se llama una "obra". Por ejemplo, la sinfonía de juguete de Haydn que se interpretó en primer lugar exhibe todas las características de uno de los modos de la música, dígase el "clásico". Haydn escribió varios cientos de ellas, y como no son en su mayoría más que una burda repetición de la misma, es difícil rescatar alguna para la excepcionalidad. Es una música que se agota en sí misma, que suena, que llena el tiempo y el espacio, incluso cuando no perdure en la memoria. Los intérpretes la comprenden; las notas, las frases... producen placer; al finalizar su ejecución, se tiene la certeza de haber transmitido la música. Nada que ver con la propuesta de Jesús Torres, que deja, por su herida, una huella profunda, sí, una propuesta agotadora, que dilata, por tortuosa, el tiempo, que desaloja un espacio, y que deja, creo yo, la certeza de haberse arrastrado por los peñascos.
Nada se puede decir contra la excelencia de Miguel Borrego, que hubiese agradado más al público si hubiese ejecutado el concierto como se hacía antes en los salones, sin acompañamiento, si no hubiese tenido que luchar contra una marimba tan absurda y tan invasiva, si no hubiese tenido que luchar porque su violín de 1710 superase el estruendo de la sección de percusión, que entraba, tal y como lo había dispuesto el autor -¿se puede disponer el caos?-, inopinadamente y haciendo muchísimo ruido. Y es de hecho lo que yo propongo: para los lenguajes que se pretenden más avanzados en la creación musical, es absurdo conceder a un instrumento del Barroco el protagonismo si se escribe una partitura de destrucción para la orquesta -es lo más apropiado cuando se cuenta además con un violinista impecable.
Kees Bakels. El director holandés tiene uno de los movimientos de cadera más graciosos e intrépidos que se hayan podido ver sobre el podio del Teatro Monumental, pero cuando apoya una mano en el pretil, y marca el compás con la otra, ofrece la impresión del abuelito ya muy desmadejado al que un cóctel de medicamentos le saca la chochera infantil, y no se sabe si dirige o parodia -entre la tercera edad, su bamboleo desenfadado dejará muy grato recuerdo.
Es cierto que falta todavía un gran concierto español para violín en el repertorio del instrumento, pero no parece que el de Jesús Torres haya resuelto esa carencia.


Yvs Jacob