miércoles, 2 de febrero de 2011

La democracia, el Islam y qué malo es Occidente

Me gusta definir Occidente como "un teléfono móvil y una ducha diaria", y parece que estos logros, quizá más el primero que el segundo, se extienden de modo imparable por todo el orbe; es decir, en realidad, Occidente no merece mucho la pena.
He intentado prestar atención a los acontecimientos en el mundo árabe. Tras el esfuerzo, me resultan igual de ajenos que antes de haberme sido presentados por periodistas e intelectuales. He consultado Le dérèglement du monde, de Amin Maalouf, donde se trata el conflicto de civilizaciones entre Oriente y Occidente. El entusiasmo de Maalouf respecto de la libertad en el mundo árabe es evidente, y como entusiasta, abunda en argumentaciones demagógicas, aunque es posible que ligadas al torrencial buen rollo que las dispone, y no a un macabro ajuste de cuentas.
De indudable honradez es su observación acerca de la culpabilidad de Occidente en cuanto a la situación actual de los países árabes -Maalouf lo exonera. Es cierto que Occidente guarda mejores relaciones con tiranos y dictadores que con Estados democráticos -es más barato, sólo hay que comprar a un individuo, y ecológico, porque la vida se mantiene así en niveles bajos de consumo. Esto significa que las revoluciones necesarias que esos países deben abordar habrán de hacerse por completo desde el interior de ellos mismos, como parece que está sucediendo. Yo me alegraba por ello, porque la destrucción de lo establecido sin legitimidad tiene para mí lo sublime de un arte sin medida. Ahora bien, me entero de que, una vez expulsado de Túnez el dictador Ben Ali, el líder islamista Rachid Ghannouchi regresa tras veinte años de exilio, y miles de personas acuden al aeropuerto para recibirlo. Mientras tanto, intelectuales muy delicados defienden en España que los países árabes están preparados para la democracia, y lo dicen con fervoroso aliento, y casi molestos con quienes se atrevan a afirmar lo contrario: "claro que están preparados".
Vamos a ver, vamos a ver...
Es obvio que no están del todo preparados, o, al menos, que no todos, por no decir muy pocos, están preparados. La democracia sólo es posible cuando los hombres están dispuestos a arder eternamente en el fuego del infierno, lo que significa que es incompatible con todas las supersticiones. En democracia, todas las ficciones son útiles -véase, por ejemplo, la igualdad-, pero la superstición engendra esclavitud forzosa, y en democracia debe quedar siempre abierta la posibilidad de deponer sin derramamiento de sangre a quienes gobiernan, como decía Karl R. Popper, y debe ser posible la elección de los propios amos sin ninguna coacción, que lo digo yo, y hasta el punto de que un hombre se elija a sí mismo como dueño y señor, hasta el punto de elegir quemarse por toda la eternidad en el fuego del infierno. Esto no lo permite el Islam, que como toda religión que se precie se alimenta de la simplicidad de los hombres y de su hipocresía.
La democracia, no obstante, se parece en algo básico a creer en Dios: hay que apostar, como diría Pascal, pero en la apuesta hay que ir con todo. Me he reído mucho estos días cuando algún periodistilla ponía énfasis en la expresión "democracia plena", como si hubiese otro tipo de democracia -la que no es plena, que tampoco es, con propiedad, democrática.
Si algo puede exportar todavía Occidente, pues, es el sacrificio de sus dioses, lo que en Intereconomía se conoce como "libertad luciferina" -la verdad es que la cadena ha alcanzado aquí su clímax poético-, y que cada cual se las apañe para entrar en el Cielo. Mientras eso no sea posible, el cambio de unos presidentes por otros sólo pasará de unas manos a otras las llaves del corral.


Yvs Jacob