lunes, 31 de agosto de 2009

Joan Laporta, no castigues a Cataluña

De izquierdas, pero un liberal avanzado, avanzadísimo, soy. Amo a las gentes que saben vivir en paz y a quienes viven su propia guerra sin participarla a los demás. Es de hombres sanos tener problemas, y de hombres cuerdos, solucionarlos en silencio. Y de hombres enfermos es inventarlos. A éstos no los ama sino otro enfermo, y es su amor sólo la guerra, enfermedad incurable de la humanidad, o de una buena parte de ella. Si algo detesto, pues, es a un hombre que vive incitando la cólera ajena. A un hombre así lo atravesaría, lo atravesaría con una lanza de verdad, porque como liberal tengo un fino olfato para la amenaza contra mis derechos, y uno de ellos es el de no sufrir agresión alguna en mi inteligencia que provenga de la mala fe de las malas personas.
Los enemigos del mundo son siempre individuos que portan perspectivas apasionadas, instrumentos de la palabra cuando ésta deviene realidad objetiva, independiente, con la que no se sabe tratar. Los enemigos del mundo conviven entonces con sus fantasmas, seres reales y peligrosos, en tanto que unos los ven y otros no. Una clase particular de enemigos del mundo la forman los nacionalistas, cualquiera que sea su nación. En el singular caso de la condescendida nación catalana, más que a la propia nación, lo único que se aprecia es el esfuerzo de quienes pretenden construirla en la insistencia de que ellos no pueden compartir una reunión de pueblos que se llame España, porque España y Cataluña se pretenden entidades de la misma clase, lo que significa que ambas podrían contenerse dentro del mismo conjunto, pero nunca una dentro de la otra. Yo ahora no voy a recordar toda la historia de la Península Ibérica, y tampoco voy a detenerme a dar capotazos con episodios tan probables como los movimientos obligados de población en tiempos de Felipe II o las diferentes migraciones internas que llenaron las capitales catalanas y sus periferias de Sánchez, López, Rodríguez y demás. A mí no me duele que haya quien no quiera pertenecer a España. Yo mismo, por ejemplo, tampoco la soporto. Encuentro sin embargo demasiado infantil el pataleo contra algo que escapa por completo al dominio de los individuos, como es decidir sobre su propia historia pasada, y encuentro estúpido fingir el mundo más allá de lo que el propio mundo permite. Detesto a los catalanes que hablan de España como si fuera un mal que unos españoles eternos y siempre presentes han impuesto sobre ellos. Este victimismo insoportable es gestionado hábilmente en la política española, pero no es honesto. Me divierte, por otra parte, que nadie fuera de Cataluña sepa definir España. Hace poco estuve viendo "Das Boot", película alemana sobre las peripecias de un U-Boot durante la Segunda Guerra Mundial -merece la pena entretenerse con ella. Sin embargo, resulta poco soportable que una embarcación alemana que arriba al puerto de Vigo reciba como la brisa el rasgueado de una guitarra flamenca. De hecho, es algo nauseabundo para alguien que conoce la cultura española. Pero esta imagen resulta útil si se quiere referir el patetismo catalán. Cataluña, su población más infeliz y beligerante al menos, acorrala a España en una perspectiva única inadmisible: España como todo lo demás, lo que no es propio, lo extraño y externo.
Joan Laporta merece con seguridad el éxito que su equipo de fútbol obtiene estos días. Una empresa bien gobernada es ya un primer e importante éxito en sí misma. Un equipo de fútbol se asemeja además a la plantilla de una empresa: hay gente de muchas partes. Pero tal vez Joan Laporta vincula a su equipo con Cataluña para expresar la manera como su nación hace las cosas, como si el éxito del equipo corroborara una distinción: a saber, el modo catalán, a diferencia del español, cuyo egregio representante, un equipo de la capital de España, no ha ganado una mierda. Pero no siempre la historia ha sido así.
No puedo aprobar el apetito de enfrentamiento cuando hay tanta confusión en los bandos que se oponen; no acepto la visión de España que apadrina la apisonadora cultural inculta del Partido Popular, pero si Cataluña no fuera algo más que lo equivocado en la cabeza de Joan Laporta, entonces no merecería la pena disputar por ella.
A España le falta desear la paz, ha abusado demasiado de todos sus frentes abiertos, de los que se conocen de más antiguo y de los nuevos abiertos una vez se intentó cerrar, sin lograrlo, los primeros. La clase de mendrugos que aquí se dedican a la política, en todas y en cada una de las simpáticas naciones o singularidades, no ha hecho sino heridas profundas, ya malolientes, a la gente de paz en nombre de nimiedades pueriles. Hoy, ningún individuo sensato se atrevería a dudar de la diferencia específica de cada versión de la cultura occidental que pervive en esa extensión espacial llamada 'España', y tampoco se atrevería a dudar de que esa especificidad debe continuar existiendo. Sólo los partidos políticos buscan la manera de atraer a los ciudadanos hacia sus fantasías de destrucción. La destrucción, que siempre termina sufriendo el pueblo engañado, es el argumento empleado por los temerosos de la identidad, hoy desplazados, 'injustificados'. Probablemente, nunca en la historia de España ha habido tanto respeto y tanta aceptación por lo ajeno como en el presente. Pero no es suficiente para los instrumentos del rencor de antaño. Algunos quieren sacudir con los hombres del presente los males que sufrieron otros hombres del pasado. Esas cuentas no son limpias. Sería conveniente reinterpretar el papel de los partidos políticos en España, purgar la propia política, si fuera necesario, de aquellos cuyo deseo más enconado es que todos terminemos otra vez a hostias.
Por último, no creo que una práctica tan hipnotizadora de borregos como el espectáculo futbolístico deba sufrir la implementación (¡Dios, cómo odio esa palabra!) de otro nivel simbólico, así la ideología política. Está mal, Joan Laporta, está muy mal: el mundo es un asunto muy serio.


Yvs Jacob