miércoles, 19 de diciembre de 2012

Las salas comerciales en España dan asco

Después de muchos meses, vuelvo a una sala de cine comercial en Madrid. Pago 9 € por la entrada, que no es demasiado si se atiende al gran número de beneficios que obtengo a cambio -se supone que he comprado un servicio. Las entradas de cine en España son como el recibo de la luz, que por alguna extraña razón tiene que subir al menos tres veces en un año sin que este encarecimiento se deba a ninguna mejoría en la calidad del servicio. Algunos de los beneficios que puedo disfrutar por 9 € en lo que se conoce como ir al cine. Por ejemplo, me pierdo el comienzo de la película porque, una vez se apagan las luces y se proyectan las obligadas promociones, todavía hay quien quiere ocupar su asiento en la fila donde se encuentra el mío -esto sucede dos veces-, y aunque hago toda suerte de movimientos y ruidos para mostrar mi malestar, parece que tampoco puedo negar a los demás el disfrute de sus propios beneficios. Por ejemplo, transcurren cinco minutos, diez minutos, quince minutos... y todavía sigue entrando gente en la sala. Por ejemplo, puedo escuchar perfectamente la música y hasta los diálogos de cuando en cuando de la sala de al lado. Por ejemplo, las dos personas que se sientan delante de mí son lo bastante altas como para garantizarme una pelea inagotable por la visión de la pantalla completa en todo momento. Por ejemplo, hay recipientes para las palomitas que ni dos horas y media de metraje pueden vaciar. Por ejemplo, la salida para ir al baño de cualquier espectador en una fila delantera o del medio se proyecta a modo de sombra sobre la pantalla y mientras avanza por el pasillo. Por ejemplo, suena un teléfono móvil. Por ejemplo, y sin tener la menor idea de ello, parece que hemos contratado un servicio de traducción simultánea de las imágenes a las palabras, porque existen narradores espontáneos dispersos y el susurro es continuo. Por ejemplo, como la sala es estrecha y alargada, la pantalla parece algo que está allí al fondo, ni siquiera una parte imprescindible para satisfacer el servicio por el que he pagado. Así que apenas empezó la película ya me acordé de los motivos de mi abandono de una diversión que en otro tiempo encontraba tan placentera, y que en la actualidad me provoca tanta ansiedad; no consigo relajarme en la butaca, me palpita el corazón con una intensidad tal entre las inagotables formas como se expresa la agresión que llego a la conclusión de que es de todo punto absurdo pagar por un malestar semejante. No debo de ser el único, yo me reconozco un espectador claudicado. Quiero decir todavía algo: en la fila de atrás se sientan con puntualidad cuatro centroeuropeos -alemanes-, y es tan alto el que corresponde a mi butaca que todos sus movimientos exigen de un roce o un golpe con el respaldo, y por si fuera poco, dos de ellos no paran de hablar durante toda la sesión. Tiene gracia, nosotros queremos ser como ellos y ellos se parecen tanto a nosotros...


Yvs Jacob

5 comentarios:

Blasphemy dijo...

Le confieso que, tras la lectura de esta anotación, ha crecido entre usted y yo, y siempre desde mi particular visión, una nueva afinidad. No se trata sólo de que el común de los espectadores, en las salas comerciales, ignoren, o hasta repudien, la deseabilidad de la puntualidad, de la constante preocupación por la molestia que quizá ocasionen al resto. Tampoco de que muchos se solacen con porcina fruición en sus pesebres de palomitas, que ingieren con una voracidad digna de admiración, si la aplicasen, de modo figurado, a fines más nobles, como la lectura o el consumo de productos (mejor obras) culturales. Por añadidura, no creo que, asimismo, los refrescos estén en la raíz del problema, y ello aunque, agradándome el sabor de la Coca-Cola, me interrogue sobre los motivos que impulsan a alguien a empantanarse el estómago con litros de semejante brebaje.

Puede que lograse amoldarme a las conductas mencionadas tras un entrenamiento casi ascético, el cultivo de la indiferencia o una hipocondriaca fascinación y obsesión por el síndrome de Stendhal.

No, lo nocivo, lo terrible es el jactancioso apetito de chanzas, de murmullos incesantes, de comentarios que jalonan cualquier sesión de cine en compañía de nuestros (dis)pares de clase media. El empeño con que algunos muestran su ánimo vivaracho, como si quisiéramos verlo y lo hubiéramos exigido, la carencia absoluta de respeto, el desinterés estético, todo se combina y el conjunto de fechorías y jocosidades se engrandece a medida que la proyección avanza, la impunidad de unos alimentada por la complicidad de otros, y aquéllos reafirmados en su tarea de demolición artística frente a la cobardía de quienes ostentan responsabilidades en el cuidado, vigilancia e incluso remozamiento de los cines; porque habrá responsables, digo yo... ¿no?
Menudean los instantes en que cuestiono mi propia compostura, cuando los demás no la airean lo más mínimo, si es que la poseen, y que, por momentos, me traslada al territorio de la incomodidad física: en contraposición a usted, como infiero de sus palabras, soy alto y me asaltan dudas sobre el perjuicio que causaré a los espectadores de delante, mediante golpes con frecuencia involuntarios o movimientos torpes, consecuencia de la estrechez espacial; adopto posturas que les libren de una excesiva presencia de mi cogote en el campo de visión, de los incordios que pudiera acarrear la longitud de mis piernas, etc., ¡y ya ve el grado que alcanza su ingratitud!

No dejaré de relatarle cierta anécdota, acontecida una lejana tarde de diciembre de 2003 en que acudí al cine para ver la tercera parte de El Señor de los Anillos. Durante los últimos minutos del metraje, con los ejércitos de Gondor y Rohan apostados ante la Puerta Negra y concluida la arenga de Aragorn, la respiración contenida, los fotogramas transmitiendo un ardoroso aliento épico, la honorable carrera solitaria del rey retornado en pos del combate, un tipo de la fila precedente a la mía, un valiente gilipollas, exclamó, en el silencio sepulcral de la sala: ¡Autosuicidio! Y un coro de risas festivas acompañó su ocurrencia. Como si el sucidio no fuese necesaria, implacablemente auto-, como si no estuviese en toda circunstancia, por imperativo lógico, referido a uno mismo. Fue la patética exhibición de analfabetismo de un cani, un despojo, una inmundicia social, que habría podido soslayar si no hubiese roto la magia de la situación, el embeleso de la imagen, la confluencia de receptor y emisor que toda obra de arte pretende y que constituye su mismo núcleo, su función y anhelo por antonomasia. Si supiera el inenarrable esfuerzo que me conllevó exorcizar el fantasma de la ira y no propinarle al individuo un puñetazo en la cabeza. Porque ese singular hecho fue uno de muchos, uno entre la sucesión de idioteces con que aquel arquetipo de la mediocridad hispana nos martilleó a todos.

Un cordial saludo.

Yvs Jacob dijo...

Blasphemy, ¡qué gran deferencia la suya! No me refiero solamente a su comentario, sino a la confesión que contiene, ¡pues no se trata nada menos que de un ser humano que reconoce las consecuencias de sus acciones! Creo que hay dos tipos de educación: la primera obsesiona a los gestores y se mide en términos cuantitativos -tanto dinero para fracasar en tales objetivos-, la segunda no se parece en absoluto a la anterior, es aritocrática e increíblemente económica, y no enseña sino a vivir en un mundo donde nuestra voluntad, nuestros deseos y nuestros vicios entran en conflicto con la voluntad, deseos y vicios de los demás. ¡Qué magníficos pueblos aquellos que educan a sus miembros en la deliciosa contención y en el más riguroso autodominio! Fuera de ahí sólo existe la barbarie. Prefiero no relatarle mi recentísima experiencia en una sala de cine no comercial que sufre en estos tiempos la amenaza de la vulgaridad, pues muchos de esos que hacen su ley en el cine de palomitas acuden también a estos templos más discretos de cuando en cuando, y ya conoce usted la insaciabilidad de la pobreza. Soy pesimista y me atrevo a vaticinar que todavía no hemos visto la nube más negra que llegará a cernirse sobre nosotros. Y hablando de conductas, ¿ha escuchado en la radio las recomendaciones del ministerio del Interior para no sufrir robos durante el periodo festivo -no llevar mucho efectivo, distribuirlo en varios bolsillos, guardar la cartera en el bolsillo delantero...? En el mundo civilizado, ¿dónde nos situaría usted exactamente? Un saludo.

Blasphemy dijo...

Para situarnos en el mundo civilizado creo que tomaría esta adjetivación en su sentido más lato. De igual manera que describimos la civilización medieval europea, o aludimos a la antigua civilización egipcia, y que no fueron, a mi entender, sino pozos de hediondez orgánica y moral donde se remansaban innumerables actos despóticos, atrocidades horrendas, instituciones asfixiantes y explícitas denigraciones de la ética, todo ello, claro está, engalanado de breves y tenues fulgores, de diminutas contribuciones al pensamiento, de logros arquitectónicos no por grandiosos menos tétricos, al menos en ciertos aspectos, con su legión de constructores esclavos o siervos, diligentes, insectos al servicio de quienes regían el enjambre, así cabe hablar de la ubicación española en el mundo civilizado, en la civilización, conjunto esta de rasgos tanto positivos, que los hay, como negativos y aun alarmantemente pésimos. La humanidad en su ineludible vaivén por luces y sombras, en su juego constante de claroscuros.

Pero soy más optimista de lo que podría desprenderse de mis comentarios. La desesperanza no es una guía fiable.

Un saludo y enhorabuena por el trabajo continuado a lo largo ya de varios años.


Blasphemy dijo...

En suma, y por iluminar mejor mi postura, puesto que quizá me haya deslizado hacia un lirismo confuso, somos partícipes de la civilización, o habitantes del mundo civilizado, en la medida que denotamos como civilizaciones a sociedades muy diversas, algunas de cuyas características quizá nos repelen o las estimamos hoy inaceptables.
La pureza de los modelos teóricos, y especialmente de los sociopolíticos, nunca está justificada por la realidad que que abarcan, sino por su naturaleza reductiva de modelos, y desconfío de quienes postulen lo contrario.

Tampoco querría que mi posición se exagerase. El hombre progresa, se dota de instrumentos más eficaces y alumbra concepciones de la vida y de sí mismo más equilibradas, sensatas, racionales. No somos bárbaros de antaño, los españoles, y nuestra cercanía al ideal civilizado es mayor que la del África subsahariana, pero vamos rezagados respecto a nuestros vecinos más allegados. Y esa opinión, me parece, es lo que subyace a su entrada, entre otras cuestiones y con independencia de la pulla antiteutona que lanza al final.


Yvs Jacob dijo...

Blasphemy, le contesto por extenso en otra parte si no le importa, me ha sido imposible contener el verbo -parece que la dieta rica en grasas y azúcares de este periodo da por fin sus beneficios.
Un saludo.