Aunque en España no existe política, lo más parecido a ella que somos capaces de practicar es una suerte de chantaje improductivo, incluso en la no política española, no todo habría de estar permitido. Para que existiese política, sin caer en lo que Hannah Arendt llama "la ficción comunista", en referencia a la siempre temible, para algunos, homogeneidad social, habrían de reconocerse unos intereses comunes al conjunto de la ciudadanía, o cuando menos, habrían de entenderse la instituciones democráticas al modo como entre los británicos se originó el parlamentarismo: no para poner el pie en el cuello al adversario político, y ser, en consecuencia, su enemigo, por mucho que haya entre la ingenua pseudointelectualidad española quienes se nieguen a emplear ese término -"enemigo"- para mencionar a quien lucha con todos los medios inmorales a su alcance con el objetivo de ganar el poder que da derecho a vivir ostensiblemente a costa del erario público. El parlamentarismo británico, ahora en decadencia, como todo lo demás en nuestro mundo, se fijaba como meta que cada facción ideológica realizase sus intereses, no que renunciase a ellos, si bien con el límite acordado por los demás afectados, que están presentes en las Cámaras por sus auténticos representantes, que se ganan el voto en las distancias cortas, no como los politicuchos españoles, que siempre preferirán la corbardía de la lista cerrada.
Ahora bien, en España no existen intereses comunes, ni tampoco es posible un acuerdo en cuanto a los límites de los intereses que cada parte busca realizar, porque la democracia española se inspira en el modelo francés, lo que significa que: o gobiernan unos o lo hacen otros, pero quien no gobierna, tampoco puede ver medio colmadas sus esperanzas. La diferencia es obvia, y la consecuencia derivada de ella se llama "frustración", "insatisfacción aguda y permanente", que deriva a su vez en desesperada, pecaminosa ansiedad, gula de poder.
Este cuadro patológico se aprecia en su conjunto en "el trío del terror" -María Dolores de Cospedal, Cristóbal Montoro y Esteban González Pons-, que acumula más odio en sólo tres individuos que todo el que es posible imaginar que haya ahora mismo sobre la tierra -y sería injusto no mencionar a su corifeo, san José María Aznar...
Pero lo peor de todo es que De Cospedal, lejos de quedársele la cara hecha un cuadro cada vez que se desmonta una de sus mentiras, vuelva a la carga, redoblado su odio, y a mí me desconcierta, porque si estos son los católicos modélicos que quieren gobernar a los españoles, los católicos que reciben, que educan en valores en casa, yo ya me manifiesto a favor de cualesquiera sátiros y libertinos, inmoralistas todos, que no cuenten entre sus delirios de incompetencia la designación en nombre del bien, de la razón o de la necesidad, ni, por supuesto, se empeñen en emplear la destrucción de todo como medio de acceder gobierno.
¡Ay, qué poca confianza puede tenerse hoy en esos españoles lerdos!
Yvs Jacob
domingo, 13 de febrero de 2011
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