domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Hasta cuándo podremos soportar 'la tensión catalanista'?

Me cuesta creer que la inteligencia de la que carece el ciudadano medio español, su ignorancia plena sobre los asuntos públicos y su viciosa superstición en defensa de un modo de vida que sólo ha sido rico en atraso se superen con la mera declaración de 'nacionalismo'. Me cuesta creer que los denominados 'nacionalistas' sean individuos tan bien formados en la historia nacional como para desear el independentismo que se justifica, según juzgan, en las nada satisfactorias relaciones con España, como si fuera ésta un agente externo y circunstancial y su pueblo, cada pueblo en particular, una posibilidad humillada, amenazada con su desaparición. Me cuesta creer, además, que sea ese agente el culpable de la miseria cultural, económica y espiritual de un lugar, cualquiera, que se reclama como propio hoy, cuando tiene, precisamente, un carácter nacional y una gestión autosuficiente contemplada en leyes razonables. Me cuesta creer que la situación actual de los pueblos de España sea tan nefasta, tan opresiva, tan letal para la supervivencia de su cultura, y me cuesta aún más que la ciudadanía, siempre torpe, sea tan sensible sólo tres décadas después del franquismo, cuando el sentido común se ha impuesto y rige a favor del respeto de la singularidad en armonía con el entendimiento necesario para que continúe la convivencia pacífica, la única meta humana. Todo esto me cuesta creerlo, porque con un pueblo así, con una sociedad como ésa, tan inquieta, tan despabilada, tan consciente de su mayoría de edad, de su sabiduría, España no sería hoy la tierra baldía que se lamenta desde el nacionalismo, y también fuera de esa ideología. Si España hubiera contado antes con tan impecables razonadores, ni hubiera perdido el dominio del mar ni sus colonias, jamás habría consentido la colección de monarcas bobos que hizo de los españoles lo que son, ni hubiera celebrado una guerra que la devolvió al medioevo del cual se pretendía rescatarla con la Segunda República. No, toda esa ilustración me hace sospechar.
Me cuesta creer que el pedigrí humano se concentre, me cuesta creer que esa aristocracia brote con tanta espontaneidad, y me cuesta admitir que, si de verdad existe esa sabiduría, sea el independentismo la dirección adecuada; más parece lo contrario.
Me cuesta creer que el disciplinado nacionalista lo sea en la idea de nación, más bien que en la ingestión de un veneno que no beneficiará a nadie. El nacionalismo es una conducta ejemplar en tiempos de opresión, pero un lujo en democracia. En democracia se cuida a las minorías en tanto que forman parte del todo, pero no se mina al todo, no se lo sacrifica, porque si la vida de pocos importa, más importante es la vida de muchos, de todos. Esto no lo quiere entender el nacionalista.
La democracia ha resultado el modo peligroso como los nacionalistas han traicionado el bello ideal de la paz con una insaciabilidad que enferma aquello a lo que se aproxima. Pero el error de los nacionalistas hoy es insistir en aquello sobre lo cual no planea ninguna amenaza: la diferencia. Es imposible convocar a la masa, en la era del atrofiado bienestar avanzado, sin apelar a algo que la conmueva víctima de una convulsión. El argumento nacionalista 'nosotros no somos parte de ellos' expresa con éxito el único deseo vivo hoy en cada uno de los hombres: el apetito de aniquiliación de los demás. Los líderes nacionalistas, con cada proclama sobre su dolor irreal, encienden el corazón de la bestia humana al tiempo que debilitan al hombre. Por eso el milagro de la ciudadanía nacionalista no pertenece a la realidad, nunca ha habido tantos 'chicos listos' en la clase. Es imposible. El nacionalismo es una ideología de negatividad, por mucho que se presente como positiva; es una ideología violenta, aunque anhele una paz idílica para su tierra, en la que se aguarda un amanecer que llegará tan pronto como se levante el pie del opresor. Pero el opresor no existe. La democracia, tan defectuosa siempre, respeta el deseo de los pueblos de hacerse mal a sí mismos. Un pueblo puede legislar desafortunadamente, incumplir sus propias leyes libres e imponerse las creencias que pondrían en peligro la vida de sus ciudadanos.
Los catalanistas están jugando con algo cuya suerte no sabemos si podrá controlarse. La radicalización de la derecha, paralela siempre a la velocidad del nacionalismo, es igual de peligrosa. A las manifestaciones independentistas se responderá con otras españolistas, y es cuestión de esperar que la violencia se intensifique y progrese donde la política se ha mostrado, más que ineficaz, un enemigo de la paz. En ambos casos -independentismo y españolismo- hay mucho más que perder y no que ganar. Josep-Lluís Carod-Rovira ha dicho en alguna ocasión que Cataluña no merece la vida de ninguna persona. Es un lema sobre el que sí merece, sin embargo, reflexionar.


Yvs Jacob

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