viernes, 28 de septiembre de 2012

Los "lateros" mataron la revolución

Como tantos jóvenes españoles sin empleo ni futuro, Tocomocho creía que sus problemas los habría de resolver la revolución, y para allá que se fue, a hacer la revolución, que por aquellos días tenía lugar en la plaza de Neptuno, en Madrid. Como diría Juan Ramón, Tocomocho "es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo algodón", y nunca había visto una revolución, sólo sabía que es necesaria la reunión de mucha gente, en su mayoría joven, que gusta escuchar música a gran volumen, fumar porros y beber latas de cerveza. En la plaza de Neptuno acostumbra a concentrarse gente que viste camisas rojiblancas y que habla muy malamente, pero Tocomocho nunca entendió que fuese tal el uniforme de la revolución, y siempre confió en que ningún cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación cayese bajo la dirección de los seguidores del Atlético de Madrid. Podía estar tranquilo, porque la revolución en marcha en la plaza de Neptuno nada tenía que ver con el equipo del Manzanares. Tocomocho se unió a la masa, participó en sus juegos; se sentó en el suelo, se levantó cuando lo hicieron los demás, se sumó a los silbidos, a los gritos, a sus gargajos, Tocomocho le cogió gustillo a eso de hacer la revolución. Para que una revolución funcione, parecía entender Tocomocho, es necesario identificar a sus enemigos y a quienes los defienden: es necesario identificar a la Policía con un Estado policial y a los políticos como esa casta dedicada al expolio de la nación. Se convencía Tocomocho de que, en efecto, el pueblo nada tiene que ver con los desmanes de sus políticos, y cuando así reflexionaba más se convencía de la necesidad de la revolución. Menos mal que había acudido a la cita que pretendía rodear, y si llegaba el caso, tomar el Congreso, disolver la Cámara y constituir una Asamblea Nacional de porreros y bebedores de latas de cerveza, que seguro resolvería todos los problemas de la nación con mayor eficacia que la mostrada por los políticos de profesión. De camino al Congreso, Tocomocho fue observando los usos, los cánticos de los revolucionarios; "¡Eso, eso, eso, rodeamos el Congreso", gritaban unos jóvenes, cogidos de la mano, cerca de la estación de metro de Sevilla, y Tocomocho, que quería ir por la calle de Alcalá hacia abajo, temió romper la cadena humana, y como era una revolución feliz, de momento, quizá incluso algo pija, dos lindas muchachitas levantaron sus brazos y le dijeron "¡pasa, pasa!", y Tocomocho pasó, con la alegría del revolucionario que ha contratado un servicio de Internet de hasta 10Mb. Tiempo atrás había escuchado Tocomocho otro cántico en otras circunstancias, "¡Ía, ía, ía, Esperanza hija de puta!", y como éste sí lo conocía, abrigaba el deseo de poder participarlo, aunque ignoraba su alcance revolucionario. Y tras fracasar en todos los accesos más directos, porque estaban cortados, llegó Tocomocho a la plaza de Neptuno, donde ya se concentraban todos los estudiantes y licenciados en Letras sin empleo, que son quienes hacen la revolución, y aunque Tocomocho se había formado como veterinario, sabía perfectamente qué es no tener empleo, porque en España hasta los jóvenes ingenieros están desempleados, y un país puede acumular licenciados en Letras sin trabajo, pero cuando no lo tienen los ingenieros... Llamó la atención de Tocomocho el paso continuado entre los revolucionarios de unos individuos que portaban bolsas y mochilas, y le pareció que había quienes acudían muy bien preparados a la revolución, gente que quizá pretendía afrontar una larga estancia en las proximidades del Congreso, mientras no llevaba él más que un jersey de lana y un reproductor de mp3; días ya sin poder quitarse de la cabeza Starman, de David Bowie. No obstante, Tocomocho reparó en que estos portadores, un poco renegridos, en nada se asemejaban a los revolucionarios, eran unos tipos que andaban, por así decir, a lo suyo, y lo suyo no era sino la venta de cervezas a los revolucionarios, porque un revolucionario en estado de revolución consume más que un revolucionario en estado pasivo. A Tocomocho se le presentaron muchas dudas de inmediato, ¿cómo es posible que haya tanta humillacion en plena revolución?, y se sintió incómodo -"yo no puedo participar en una revolución que antepone las cervezas a los hombres, esto no es una revolución, ¡parece un fin de semana en La Latina!"-, hasta que decidió por fin abandonar a sus compañeros, a sus camaradas, a sus hermanos revolucionarios, ¡ay! Le entró miedo, es verdad, porque era uno de los pocos que no llevaban una lata de cerveza en la mano, le entró miedo, temía que le asignaran un papel equivocado, que lo confundiesen con un elemento contrarrevolucionario abstemio, que le echasen en cara su falta de compromiso en semejante momento histórico, y cuidó al máximo de sus movimientos con el objeto preciso de la huida. No se marchó de inmediato, para no despertar sospechas, y cuando llenó el ambiente el rumor de que ya iban a empezar los palos, cuando los lateros ya eran más que los revolucionarios, Tocomocho se puso en pie y abandonó la plaza caminando hacia atrás, a veces silbando, camuflaba así su desencanto, la frustración: la insaciable estupidez de la pobreza le había arruinado la revolución.

Tras la consolidación de las instituciones de la miseria recuperadas para España por chinos y rumanos, goza de gran prestigio y de absoluta impunidad en la actualidad el joven latero paquistaní, un incondicional en toda clase de eventos.






Yvs Jacob, a Tocomocho, con todo su afecto.

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