La intolerancia de la religión católica se ha concretado en su irreprimible impulso evangelizador, que ha conducido a tantos hijos de Dios a recorrer el mundo para tocarles los cojones a los infieles de las demás religiones en nombre de otra ficción que se pretende única y verdadera. ¡Toma ya!
Voltaire, el más fino de los ironistas, ya dijo todo lo audaz que se puede esgrimir en contra del fanatismo católico, y recoge la anécdota en su Tratado sobre la tolerancia de unos misioneros que habían llegado a Japón y a quienes su Emperador probó con dos buenas razones que la religión oriental era superior a la más inquieta de los occidentales. En primer lugar, Japón no enviaba hombres de religión a Occidente para agredir a sus habitantes con la soberbia tentación de convertirlos; pero, además, tampoco mataba a los que Occidente enviaba a Japón. ¡Qué elegancia! ¡Admirable civilización!
También he reído con Jean-Jacques Rousseau, a quien la pobreza de su familia obligó a abrazar la religión en los estadios inferiores de la jerarquía eclesiástica en busca de un salario, esfuerzo que abandonó con espanto al conocer dentro de la Iglesia males mayores, más pecados y más vicios que viviendo en su orfandad.
Todavía quiero recordar al más lúcido liberal, John S. Mill, que denunció lo peligroso que es siempre formarse la opinión de lo que resulta mejor para los demás, como si ese tipo de conocimiento se alumbrara en la mente de las personas religiosas en virtud de algún poder trascendente infalible.
¡Ay, monseñor Martínez Camino... ! La receta de la Iglesia sigue siendo la misma que ya ha acabado con la vida de millones de seres humanos en el pasado: no hay más hereje que el que arde, pero en el siglo XXI, cuando monseñor amenaza con excomulgar a los nuevos infieles, ¿de qué cojones nos está hablando?
Martínez Camino, ¿cómo vamos a querer para nosotros al Dios tuyo? ¿No podrías ser tú quien se ha extraviado?
Yvs Jacob
jueves, 12 de noviembre de 2009
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