La hipocresía es una expresión del mal, pero a veces, precisamente por hipocresía, triunfa el bien, que no es sino confirmación de la hipocresía. Antes de diseccionar su juego, quiero defender la lección que el pantagruélico -grotesco- espectáculo de la elección de las sedes olímpicas ha enseñado a don Alberto Ruiz-Gallardón. Según el modo españolísimo de interpretar el triunfo electoral, un candidato a quien la ciudadanía concede la gracia del gobierno puede, tal y como lo interpretó Ruiz-Gallardón, dar salida a sus ambiciones personales, el resultado de las cuales puede beneficiar -o no tanto- a dicha ciudadanía. Pero la ciudadanía es impotente una vez la formalidad democrática se consuma, y en el concurso de las ambiciones, mejor o peor intencionadas, ya no basta con prometer, ni importa en absoluto ser de izquierdas o de derechas. Me alegro infinito por este descalabro del señor alcalde; me alegro hasta no llenarse más mi pecho de aire de que la soberbia que lo ha cegado pueda, sin embargo, abrir los ojos de los madrileños.
En cuanto a la hipocresía, debe atenderse que, aunque el COI repugne, el deporte es la manera como el poder pretende convencer a la sociedad global de que el mundo no es tan feo ni tan malo como el mezquino ciudadano piensa. Esto significa que ni la primera ni la segunda economías del mundo merecen inversión más allá del propio esfuerzo de sus gestores, mientras que la hipocresía dicta que el mundo debe compensar su irracionalidad con una atención a esos pobres miserables, cualquiera que sea la zona del planeta que los acoja. El COI, cuyos miembros, incluso si fueron deportistas, no sufren penurias, actúan instrumentalizados por la 'bondad' del poder, y a cambio de darles un caramelo a los desgraciados, permitirá que ese mismo poder -el Poder- siga haciendo lo que hasta ahora se ha conocido: lo que le salga de los cojones.
¡Qué maravilloso el mal que nos ha traído esta justicia!
Yvs Jacob
viernes, 2 de octubre de 2009
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