De las muchas reglas que hay en política voy a prestar mi atención a dos, en relación con la exhibición pública de ese cadáver político ya maloliente llamado Francisco Camps.
La primera de las reglas advierte sobre la utilidad de las instituciones públicas. Utilidad significa aquí 'capacidad para prestar un servicio a los ciudadanos', y ninguno mejor que el acuerdo entre la disparidad que brota de las mentes de los españoles. Luego el gobierno, el autogobierno, es una institución necesaria, pero queda anulada cuando al frente de la misma se sitúa un incompetente. Entre los grados de incompetencia cabe trazar una progresión que separe la aguerrida de la inofensiva, la peligrosa de la simple estupidez. Francisco Camps se ha aferrado a la peor de las incompetencias, porque nada hay más arriesgado que alentar el enfrentamiento desde una institución concebida para evitarlo: cualquier subnormal que dispusiera las pasiones de los ignorantes sobreapasionados en contra de sus semejantes con tanta violencia debería ser apartado inmediatamente de sus cargos. Tanta irresponsabilidad es intolerable y la democracia debería contar con instrumentos de intervención rápida (leyes que la protejan de sus leyes).
La segunda regla deriva de la anterior: la fuerza con que un sujeto se defiende, cuando es ataque directo a su adversario, es proporcional a los errores, males o abusos que se quieren negar. Se trata una vez más de la confesión, una traición que pone de manifiesto que los políticos, en tanto que hombres, no son las personas excepcionales con que se confunden en su delirio de complacencia, sino tristes, pequeños y mezquinos seres humanos a los que ha superado la ambición, y tan limitados, que ya ni siquiera pueden aparentar lo que de ningún modo pueden ser. ¡Mediocridad, triste mediocridad!
Yvs Jacob
viernes, 13 de noviembre de 2009
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