Abrí hace unos días la sección de obituarios urbanísticos y debo incluir hoy el asesinato de la Plaza de Santa Bárbara, lo que en Madrid se conoce como Alonso Martínez. He paseado por allí varias veces esta semana y he tenido la impresión de encontrarme en el aparcamiento de un centro comercial de Alcobendas, o de cualquier otro lugar de la desquiciada periferia madrileña, donde, gane quien gane las elecciones, triunfa siempre la fealdad -resulta de la siguiente relación: a poco presupuesto, poca imaginación, luego monstruosidad, luego pobreza.
Sé que quienes no somos ni vascos ni catalanes no podemos manifestar nuestro amor por la patria chica, nuestra ciudad, y menos si se trata de Madrid, siempre confundida por los vampiros del nacionalismo con una actitud injustificada, sólo en virtud de la sinécdoque. Pero a mí me duele Madrid, y como dirían algunos filósofos que en menos de un siglo han envejecido como nunca lo hará Platón, me duele igual que "si la vida me fuera en ello".
Nunca he votado -ni podría- al Partido Popular, porque creo que España es un país de trabajadores en el que las condesas consortes deberían quedarse en casa viendo a la mucama enjabonar la porcelana. Pero es también un país con dificultades para reconocer la inteligencia, lo cual aprovechan algunos pastores de hombres para arrogarse derechos que sólo pueden corresponder a su fantasía, como lo es derecho a destruir lo que no pertenece sino a todos. Ese derecho imaginario deriva de la figura más singular de la democracia, la mayoría absoluta, que libera a los demócratas del Partido Popular de lo que temen con mayor agudeza: el acuerdo, el consenso, el respeto de la voluntad de los otros... Si para el nazismo era derecho todo lo que convenía al pueblo, para el Partido Popular conviene al pueblo todo lo que hagan sus dirigentes con la mayoría absoluta. Obsérvese que el Partido Popular apenas puede gobernar en algún sitio sin ella, puesto que casi todas las demás formaciones políticas encuentran repugnante su asociación.
Hace años, cuando la ciudad la maltrataba aquel Álvarez del Manzano que tanto amaba a su esposa, la transformación de la Plaza de Olavide en un corral de rodeo llevó a sus vecinos a presentar tan serias amenazas que tuvo que rectificarse y ser devuelta a su estado original, más burgués y castizo -así es Chamberí-. Respecto de Álvarez del Manzano, conviene recordar que, si de algunos dirigentes del Partido Popular no sabemos si se pagan o no los trajes, de otros no supimos cómo pagaban los viajes... de la amadísima esposa.
Silenciosamente, la falta de respuesta por parte de la ciudadanía es una puerta abierta a que continúe el asesinato del espacio urbano, que no es propiedad de ningún Gobierno. Como el derecho a la belleza es inalienable, y ya decía Erasmo que la vida no merece la pena sin deleite, o el pueblo de Madrid despierta de su negligencia para con la intimidad de su entorno, o terminaremos confundiendo nuestras avenidas con las pistas de un aeropuerto; y, por el momento, lo demás ya lo tenemos.
Yvs Jacob
miércoles, 27 de enero de 2010
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