¡Y sin verme ni nada!
La verdad es que me han dado una sorpresa estos suecos... Alguien llama de manera insistente al telefonillo -mientras suena cualquier obra de Jean Sibelius, yo no contesto al teléfono ni al telefonillo, y ni le abro la puerta a mi vecino aunque se le esté quemando la casa. Y venga a llamar, venga a llamar... y el silencio. Entonces, suenan pisadas en la escalera, mamporros en mi puerta, y reacciono. "¡Pero se puede saber qué maneras son éstas!", y abro enfurecido. Una personita vestida de azul y amarillo y con cara de poca cocción en el útero materno me mira con la indolencia de quienes saben poner la exigencia de la responsabilidad por encima de cualquier otro cometido, pregunta si soy quien soy, a lo que yo contesto que "en efecto", y me pone en las manos una caja lo bastante grande como para pasar desapercibida, y es que me había maravillado esa concentración sietemesina, creación caprichosa de la divina naturaleza. Ingenuo, se me escapa esta observación: "no esperaba ningún paquete", que es apenas un pensamiento en voz alta sin dirección, pero el personal de Correos, tan mal educado en las jóvenes generaciones, tan susceptible, interpreta como una queja lo que no es sino sorpresa, y de buenas a primeras, me arrea un mandoble liberaliforme, "¡y a mí qué me cuenta!". "¡A mí qué me cuenta!", ¡qué asco de gente!, ¡qué asco de país!
Ganada la privacidad a la impertinencia, estudio el paquete. ¿No resulta extraño que semejante volumen lo entregue el servicio ordinario de Correos, que si no abres de inmediato al cartero te deja en el buzón la notificación pertinente para la recogida en persona? Me acuerdo entonces de un cartero que prestaba servicio hace algún tiempo en mi distrito, y que siempre que me llegaba en el correo algún libro me pedía que nos encontrásemos hacia la mitad de la escalera con la misma excusa, "un paquete muy pesado para...". Examino el recién entregado y por medios tan extraordinarios, sobre todo cuando interviene un trabajador español del servicio público. ¡Malmö! ¡Coño, qué lejos! ¡Qué habrá pasado! Y no me decido a abrirlo, como haría cualquier personaje de un producto hollywoodiense. Dejo el paquete sobre la mesa. Lo miro. Enciendo un cigarro; lo miro sin cesar. Malmö... Todo lo que sé acerca de esta ciudad es que Adidas le dedicó unas zapatillas con los colores de la bandera de Suecia. Me pregunto entonces si una palabra como Madrid quedaría bien apenas debajo del tobillo. Adidas Madrid no suena en absoluto como Adidas Malmö, quizá tenga algo que ver el peso ontológico de las palabras, la realidad a la que hacen referencia, quizá tenga algo que ver eso que los filósofos llaman exterioridad, el problema de la mismidad, la imposibilidad de ver en lo conocido otra cosa que siempre lo mismo. Llamo a mi madre para preguntarle si tenemos familia en Suecia, y si la tenemos, para preguntarle por qué hemos vivido siempre aquí: "¿mamá, si tenemos familiares suecos, por qué hemos vidido en Madrid?". ¡La de cosas que hubiese podido hacer yo en Suecia...! Es posible que incluso fuese más alto... y que la barba me sentase mucho mejor. Mi madre ignora que las relaciones meditarráneo-escandinavas hayan llegado a nada en la familia, nada más allá de algún pariente de los que arrima cebolla en la playa a la vista de cualquier rubia, incluso teñida, y no me es de mayor ayuda. Por supuesto, no le digo que entre sellos y matasellos puede leerse Malmö por no saber cómo pronunciarlo, y no entender mi madre otra cosa que, por venir de Malmö, "el paquete está mal". "Ábrelo, hijo... ¡total!". Esta es la actitud a la que hemos llegado los españoles con la crisis económica, política y social, esta resignación, y es probable que una madre le diga a su hijo, a la vista de un desperdicio callejero, algo parecido, "total...". Pues lo abro. ¡Hay que ver qué gusto por el detalle, por el diseño y por la disposición que tienen los suecos! El interior del paquete es de una sofisticación tal... Y voy sacando lo que contiene: latas de galletas, bolsas de gominolas y tabletas de chocolate negro -y es obvio, también un sobre. Me apresuro y me como, sin meditarlo siquiera, tres osos descomunales -tres osos suecos-, y ya estoy tentando al chocolate cuando me digo que tal vez debería abrir antes el sobre, ¡menuda descortesía! Dos páginas, una escrita en inglés y otra, que parece al principio en un castellano dubitativo, puedo confirmar que lo está en sueco, algo que tiene cierto sentido. No me cabe la menor duda: un sueco que quisiese decir lo mismo en inglés que en sueco lo lograría; un español con la misma intención que dijese una cosa en castellano y otra bien distinta en inglés, también es posible. La carta va firmada por la familia... y en ella me dicen que han visto por televisión imágenes terribles de la situación en España, que no imaginaban que fuese el nuestro un país tan pobre -se ve todo tan bonito desde una democracia en Malmö...-, y que, profundamente conmovidos, no se les ha ocurrido otra cosa que apadrinar a un español, pero como dudan de que algo así pueda hacerse por medios fiables fuera de Centroeuropa, han optado por contactar al azar con uno de nosotros, presentarle la solicitud de apadrinamiento y establecer un vínculo de humanidad en un mundo globalizado. ¡Joder con los suecos! Me piden una respuesta a la mayor brevedad, si quedo o no conforme con la propuesta. Tras analizar la fecha de caducidad de los productos, me pongo a redactarla - ¡me muestro lascivamente favorable!-, y ya les pido para el próximo envío un Scalextric y algo de dinero, aunque no sé si esto funciona así con exactitud. En cualquier caso, no me pienso separar de ellos, ¡estos suecos me vieron a mí primero!
Yvs Jacob
miércoles, 28 de noviembre de 2012
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