Cómo se ha disparado la alucinación entre los españoles...
Hacía tiempo que no veía el programa de Fernando Sánchez Dragó. No había descubierto todavía que ha sido desplazado a La Otra, el segundo canal de la muy educativa, democrática y plural televisión pública madrileña, por cuya gestión se ha interesado, al parecer, la BBC, y se habría popularizado entre sus directivos la expresión "nido de periodistas" en referencia al equipo de profesionales de Telemadrid.
Dejé a un lado el muy tierno Wilhelm Meisters Lehrjare, insoportable como encuentro que un hombre se marche a la cama con tanta felicidad en los tiempos que corren, y apuré hasta el último esfuerzo para ver esa nueva butaca donde Sánchez Dragó sienta ahora a sus invitados en una posición harto incómoda, no sólo porque se obliga al intelectual de turno a estar cerca de los libros, sino por privársele de la posibilidad de arrellanarse, disposición mucho más apropiada cuando uno acude a la tele a hablar de lo suyo.
Y allí estaba Pedro J. Ramírez, encajonado en el estante, vendiendo El primer naufragio, otro libelo innecesario, con esa virtud humanitaria de la derecha para ver la paja en el ojo ajeno -el tema es la Revolución francesa, y ya se sabe lo mucho que se teme en el ámbito conservador a cualquier intento de transformación del mundo, ¡con lo bien que podría estar si los pobres se conformasen con lo que les ha tocado vivir! ¡Si es Dios quien reparte la suerte! ¡Seremos infelices y tontos...!
Sánchez Dragó no le hizo muchas preguntas, porque respondía Pedro J. con extensas defensas sobre la intención y la calidad de su obra. Me impresionó su empeño en escribir "una obra académica", su intención de "polemizar con los grandes historiadores de izquierdas", historiadores franceses, claro, porque a los historiadores de izquierdas españoles es suficiente con acusarlos de desinformación y de reabrir heridas y cunetas guerracivilistas desde algún editorial, si no una tribunita aleccionadora de las que ceden los chiringuitos de comunicación audiovisual a sus próceres con pajarita o tirantes.
Pedro J. no dudaba de la siguiente regla: si se utilizan fuentes primarias, entonces la obra es académica -¡jájaja, qué bueno! Se plantea aquí un problema de metodología de la historia que apenas puedo esbozar. Por lo pronto, me recuerda una situación vivida en mis tiempos de universitario, cuando uno de mis profesores exigía que no se le entregasen trabajos con menos de 20 citas, ¿acaso 19 no es una cantidad académica? Un problema similar. Por fortuna, no sólo aprendimos a citar en la cantidad correcta, sino también a valorar la fuente, y lo más importante, a no tomar perca por bacalao. Un vistazo a los títulos ya escritos por Pedro J. basta para descartar la supuesta academicidad de este último. No obstante, disparates siempre habrá en el mundo académico español, y algún incorregible incluirá el desmán grafomaníaco de Pedro J. en su triste bibliografía, igual que aquella otra profesora que también tuve, que no dudaba en recomendarnos los libritos de Ken Follet por su fidelidad en la recreación del mundo medieval.
Libelillo innecesario, pues. Además, debe reconocérsele a Pedro J. su labor en el periodismo-ficción del presente, la institucionalización de la realidad en tiempo real; la alteración de hechos pasados debe situarse en un escalón notablemente inferior -sólo por esa labor ya podría ser canjeado en la institución pertinente por un Goytisolo.
En definitiva, una obrita que hará las delicias de los lectores de César Vidal y Ana Samboal, entre otros documentadísimos y sabios analistas de la realidad, sin los cuales nuestra sociedad sería derrotada por los vicios del exacerbado libertarismo.
Yvs Jacob
martes, 4 de octubre de 2011
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