(Basado en hechos reales).
Ya me referí a este mercado como otra mierda del montón, y no anduve descaminado. En el hastío de tanta basura como encontramos por las calles de Madrid, algunos hemos emprendido la huida a las azoteas. Me dejé convencer para un almuerzo en el restaurante La cocina de San Antón, imperdonable error: un madrileño nunca debe acudir allí donde se maltrata a los turistas. Otro error imperdonable fue ir vestido como un intelectual, esto es, sin pretensiones -vestir como si uno fuese quien (y lo que) no es pertenece a otro tipo de gente y se reconoce entre las imposturas.
Son las 2.30, pero la señorita nos informa que no hay mesas libres sin reserva y que se confecciona una lista de espera. No nos preocupa el tiempo... por el momento. Charlando en la terraza uno puede ver el desfile de los egos; se llega también a la conclusión de que ese mundo allí arriba no le pertenece al observador -gente guapa, gays y cocainónamos a la ibicenca...
No nos atrevemos a tomar ninguna bebida en el chiringuito, una medida higiénica de nosotros hacia ellos. Nos ha seducido el precio del menú diario -12.50€- de La cocina de San Antón, pero nuestra verdadera inquietud, sentarnos en alguno de los laterales acristalados del salón de comidas y mirar. Pasa el tiempo y el teléfono no suena. La señorita que reparte el bacalao toma nota continuamente a nuevos curiosos, telefonea y telefonea, pero seguimos allí, en la terraza, sin que se aproxime nuestro turno.
Experimento la ansiedad propia de quien teme que otros le hagan perder su tiempo sin justificación. Una pareja de sudamericanos comunica al portero que abandona el puesto, llevan esperando demasiado y prefieren probar suerte en otro sitio. Qué extraño... Es verdad que esos sudamericanos visten peor que los intelectuales madrileños sin pretensiones -yo apunto a la peculiaridad de sus cuerpos... Me apresuro a sugerir al portero un movimiento favorable. Pregunta a la señorita: ¡nos ha telefoneado dos veces hace ya veinte minutos! ¡La hostia puta! ¡Estamos a un metro escaso de la señorita y las llamadas se han perdido! ¡Puta mierda de era tecnológica! No me cuesta creer lo que está sucediendo. "Es imposible que nos haya llamado. Estuvimos todo el tiempo tras el cristal". La señorita me muestra el número que anotó. Podría equivocarse una vez , pero dos veces podrían hacerle perder un empleo. No obstante, la señorita hace lo que seguramente le han pedido: a los que no resultamos monos en un entorno chic nos hace chof. La señorita se pone nerviosa -a mí, sin embargo, me apetece poner los genitales sobre un plato y mostrarlos de mesa en mesa.
Paco, un compañero, ya nos está arreglando el tablero. No era tan complicado, sólo tuvo que separar un espacio donde querían instalar a cuatro comensales rubios. A mi espalda, Marisa Paredes. Podría ser peor. Mientras Paco se aplica, la señorita me pregunta si había estado antes en el restaurante. A pesar de que contesto que es la primera vez, ella me pregunta: "¿Entonces no ha comido aquí todavía, verdad?". Sería demasiado encontrarse en cualquier parte con otro intelectual.
Nos toca la camarera pasota.
"Disculpe, ¿qué lleva el arroz a la napolitana?".
"Verduras".
"¿Podrían ser de jamón todas las croquetas?" -un problema habitual cuando se rechazan las ensaladas raras.
"No".
Ni con cinco croquetas variadas obtendría el alimento de una sola de las que te ofrece Casa Julio. Vamos a pasar un poco de hambre. Multiplicamos los panes sin más milagro que extender el brazo hacia la mesa de al lado. Nuestra cesta rebosa divinamente.
Marisa Paredes, que tampoco es para tanto, recibe atenciones de un camarero sin delantal, el típico que al vestir de chaqueta dirá a sus conocidos que trabaja como manager de asistencia en restauración, por mucho que entre famoso y famosillo doble las servilletas.
Con el segundo plato no nos va mucho mejor. Hay carnes frías que se sirven con salsas calientes y hay carnes calientes que se sirven con salsas frías. Una carne fría con una salsa fría... eso es mala baba. Nos hemos comido todo el pan y ya vamos pensando en los postres. Me encapricho de una tortita con helado. Por 12.50€... amigo, mis privilegios sólo llegan hasta una crema de plátano. Tengo por costumbre no comer en un restaurante nada que yo mismo pueda preparar en casa -sé que es una expectativa demasiado generosa. Por otra parte, sobre masas de confianza, ya hice bastante asumiendo el misterio de las croquetas.
"Que me traigan el café".
Hay muchas formas de pedir café, sí, y muchas de servirlo. La camarera pasota sirve un café ambulatorio: se pasea por el salón... Y se pasea, y se pasea... Me ausento para ir al baño. ¡Hay que ver los pijos lo cerdos que son! ¡Hijos de puta! Por menos de eso ahorcaron a Sadam... Prevengo a mi acompañante: "No hay separación en categorías biopolíticas". "Vamos, que todos sucios". Estamos de acuerdo, sin embargo, en que las tías también son un poco guarras.
Pues regreso del baño cuando la camarera se encuentra todavía en la tercera vuelta de reconocimiento. Por alguna razón que todavía no se me hace clara, un café con leche, pero corto de café, se convierte, cuatro vueltas de reconocimiento después, en un café con leche, pero muy corto de leche.
Y todo el mundo allí se daba la mano. El que parecía el dueño, uno de esos hombres satisfechos con un buen engominado y una camisa a cuadros, saluda a un lado y a otro; un triunfador español, un empresario.
El de San Antón fue hasta hace pocos años un mercado típico de barrio de los que ha tenido siempre Madrid. Se empeña nuestro alcalde en convertir la ciudad en algo que nunca ha sido y en que deje de ser lo que siempre fue; y así, mayoría absoluta tras mayoría, la ciudad se nos escapa, capricho de nuevos tiramos que la llevan a la deriva de la homogeneidad.
Yvs Jacob
martes, 21 de junio de 2011
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