No es necesaria ninguna agudeza para afirmar que en España no existe la democracia. Cierto que no es sólo culpa del Partido Popular, por mucho que defienda una posición en un momento y su contraria apenas un instante después, variabilidad, que no versatilidad, dolosa y desconcertante que presenta demasiadas dudas al votante menos apasionado, uno al que el fanatismo de trinchera no ha consumido, no obstante decidir desde prejuicios insalvables. Así, el carácter más diabólico que juguetón del Partido Popular rebaja la democracia a un estado accidental y propenso a la inseguridad.
Es habitual, pues, en España, la fugacidad del enamoramiento, y tan pronto como nos alzamos con el premio de la voluptuosidad por quererlo todo, lo abandonamos a su suerte. Esto es un problema cuando lo que se abandona son residuos nucleares, aunque se aprecia que con la mierda sucede igual que con todo lo demás: unos la apartan de sí y otros viven de ella, aunque, en general, todos vivamos en...
Los ayuntamientos de España han iniciado la competición por hacerse con unos recursos económicos que no poseen debido al autoengaño que ha obnubilado a los españoles durante décadas, al negarse a ser el pueblo de campesinos que siempre ha sido, al no haber desarrollado ninguna industria poderosa que se mantuviera y al haber confiado sólo al turismo su riqueza. Como era de esperar, no todos los alcaldes entienden igual en qué consiste la democracia, y ante la posibilidad de acoger el cementerio nuclear, los hay que se han precipitado y convocado un pleno, cuando de lo que se trata no es de escuchar a los representantes, sino a los ciudadanos. La democracia no consiste en votar una vez, sino en participar siempre; consiste en comprender los intereses propios y los de cada uno, y en buscar la manera de que sea beneficiado el todo, el conjunto, lo que no significa decir "sí" siempre. Debe admitirse de una vez que en cuestiones delicadas, ya se trate de la identidad de un pueblo o de las estrategias que ponga en marcha para su supervivencia, la representatividad no tiene legitimidad, y recupera su derecho a decidir el ciudadano que lo ha enajenado temporalmente. En pocas palabras, no es lo mismo decidir si se quiere vivir al lado de una central nuclear que sufragar una romería para ir por nabos; por muy discutible que sea en qué invertir el dinero de todos, más importante es la vida de cada uno, y me alineo con ese ciudadano que defienda que hay cuestiones en que no lo representa ni Dios.
Bien diferente es acatar la voluntad de la mayoría, actitud de los demócratas, después de haber pujado por imponer a los demás el propio punto de vista -actitud de los demócratas con dos grandes cojones-.
Una deliciosa paradoja final. En su Leviathan, Thomas Hobbes, que defendió un absolutismo íntimo con la monarquía ilustrada que obsesionaba a Platón, sostiene que hay ocasiones en que un rey debe ir a la guerra porque así lo pide su pueblo. La petición resulta extravagante y de muy complicada evaluación, pero divertida, puesto que un monarca absoluto sólo debería contar con lo que se le pusiera en sus absolutísimas pelotas para obrar a su antojo. En la incorruptible democracia moderna, los gobernantes van a la guerra aunque no lo quiera su pueblo, aunque no hayan sido "elegidos para eso", y como la muerte y el riesgo adoptan múltiples formas, no es necesario ir a la guerra para que un pueblo viva preocupado por su salud o por la locura de quienes lo gobiernan.
Éste, y no otro, queridos amigos, es nuestro mundo, y será mejor que vayamos espabilando.
Yvs Jacob
lunes, 25 de enero de 2010
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