Ayer hubo en Madrid una bonita manif(i)estación de las que suelen reunir a un buen número de jóvenes españoles con pancartas y proclamas la mar de ingeniosas y un montón de litros de cerveza. Tanto es así que temí que me agredieran, porque yo crucé la calle de Atocha para ir a un concierto en el Teatro Monumental y llevaba un grueso volumen de Lyov Tolstoi en la mano, y por menos de eso unos punkis anacrónicos te pueden dejar moribundo junto a un buzón de Correos. En la boca de ese buzón, junto a la salida del metro de Antón Martín, alguien había introducido ya una pancarta, su palo, al menos, una pancarta en la que se leía lo de "Sin trabajo, sin casa, sin pensión y sin miedo" -siento no recordar si las comas fueron respetadas. Me hizo gracia tanto valor, porque, en mi caso, con una fuerza semejante ya tendría trabajo, casa y una parte de la pensión, y no el problema que en verdad tengo, y es que ya el tiempo que pueda trabajar no me permitirá ser ni siquiera pensionista. Pero yo miedo no tengo, yo estoy directamente acojonado, aterrado, aunque no me indigno, eso que se ha puesto tanto de moda, y no me indigno, especialmente, porque no tengo nada ni nadie contra lo que dirigir la indignación, ni siquiera en las personas, cafres y borregos que soportan y completan el Partido Popular. Es obvio que el problema que atraviesa la sociedad mundial -cuando tal exista-, y, en particular, la española, se debe a su organización -como dice un personaje de Tolstoi, "el mundo está mal organizado". Yo sospecho que la cuestión no tiene una solución que no sea violenta, pero la violencia, al contrario de lo que opina gran parte de los manif(i)estantes de ayer, no debe emplearse contra nuestro Estado ni contra las fuerzas que él emplea para su defensa. Quiero decir que no veo más allá de una festiva gilipollez arrojar y quemar contenedores de basura o romper escaparates, acciones que ni amenazan el orden ni consiguen objetivos mínimos.
En el caso de España, tal vez no se esté apreciando con claridad el lugar que el país ocupa en el concierto europeo -por cierto, no ocupa ninguno de relevancia desde una perspectiva global. A España le pasa lo que le pasa por ser europea, esto es, por serlo al modo como los políticos europeos de hace tres décadas pensaron que debíamos serlo; por serlo, pues, al modo como a los países que crearon la antigua CEE les interesaba, es decir, para seguir siendo un Tercer Mundo en el cual crear necesidades que nuestros vecinos sabrían satisfacer a cambio de unas naranjas y una amplia oferta en la hostelería, caracterizada unitariamente por ser una mierda, una mierda como la que quería Europa. Así que no hay mucho que hacer, no más allá de renegociar nuestro lugar en Europa, si es que tenemos valor, o comernos la mierda en que nos hemos convertido por no tener el valor de luchar por nuestra dignidad como pueblo. Siempre hemos sido una nación inventada, pero ahora somos una colonia de verdad, y hay que ver lo mal que huele.
Yvs Jacob
sábado, 9 de abril de 2011
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