¿Quién no ha ido alguna vez a un restaurante y ha experimentado que no recibía del camarero toda la atención que puede exigirse de un menú diario de diez euros? ¿Quién no ha sufrido en horas caprichosas la furia creadora de un vecino pertrechado con potentes herramientas y paupérrimos objetivos estéticos de depresivo recalcitrante? ¿Quién no ha viajado en un vagón de metro, en el autobús, o hasta en el reducido espacio de un taxi que no haya lamentado que la legislación actual no contemple la posesión lícita de armas de fuego sin otro criterio que la sola voluntad y las ganas de usarlas inmediatamente? ¿Y quién no se ha dirigido a comprar el pan, a la carnicería, a la frutería, quién no ha sido víctima en el ámbito común de las transacciones humanas del acoso del tonto endémico?
No en pocas ocasiones nos vemos asaltados por ese compañero de trabajo capaz de crear a su alrededor un auténtico caos emocional, por ese conocido lejano que tiene la propiedad de echar a perder sesiones y sesiones de costosa ayuda especializada con tan sólo una palabra, un gesto; por ese miembro siempre evitado de cualquier agrupación en que pueda pensarse que no tiene otro don que el de agotar nuestra paciencia en un tiempo milagroso dentro del lenguaje científico, ese pariente que no explicaría más que la perversidad del azar, la diversión de los dioses o la ausencia total de los mismos.
El humanitarismo democrático nos conduce a disculpar, a justificar su conducta: "pobre, parece que tiene algo de retraso"; es la buena fe, la confianza en el hombre la que nos empuja a ver sólo lo bueno: "parece que está empezando", o quizá se deba al optimismo esencial de las sociedades modernas que nos sobreponemos a su mal: "no lo hace con intención".
La insatisfacción ante estas y otras respuestas me ha entregado a una profunda meditación, de la que resulta la "teoría del tonto endémico". Más o menos, diría algo así: "allí donde se forma un grupo humano, esto es, de tres o más individuos, se abre la posibilidad de que brote al instante un tonto endémico". Yo creo que es una cuestión genética. Es bien sabido que el ambiente no selecciona la predominancia de los genes, pero sí puede contribuir a que algunos rasgos se manifiesten o no. El grupo, pues, es una ocasión para que esa latencia consustancial a lo humano: el tonto endémico, se resuelva en presencia objetiva. Sólo así se explicaría la abundancia de tontos, y sólo así, también, la participación de al menos un tonto endémico en la proximidad de cada una de las experiencias de la vida privada y pública.
Espero haber arrojado alguna luz sobre esta enfermedad insaciable.
En próximas investigaciones, "Esteban González Pons. Más allá de los límites de la realidad".
Yvs Jacob
jueves, 9 de diciembre de 2010
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