jueves, 4 de marzo de 2010

Wyndham Lewis en la Fundación Juan March

No obstante el hastío que me provocan los genios prolíficos, fui a ver la última concentración de obras exhibida en la Juan March. Soy un fanático del arte gratuito, y las fundaciones, sobre las que caben todo tipo de sospechas en cuanto a la intención de sus patronos, cumplen, a cambio de la generosa condescendencia del fisco, una función que ya la quisiera el Estado recaudador. En el ámbito del arte hay dos actitudes ridículas: tomar por obra de arte lo que no es y pagar por ver una exposición. El cuidado que un Estado pone en la gestión de la cultura para sus ciudadanos no se mide con la cantidad de actividades ni con la partida correspondiente dentro del presupuesto, sino en gestos tales como la gratuidad del acceso, sin que ello signifique convertir al diletante en una oveja dentro de un salón en el horario para pobres. Esto quiere decir que gozamos de muy poca cultura.
Lewis me agotó pronto -soy incapaz de contemplar más de diez obras con la atención estética que todas merecen-, pero el tiempo que duró el encantamiento, hasta que apareció el malestar de la saturación, lo disfruté. Aparte de su genio, favoreció a la exposición la intimidad en que me encontraba -apenas dos o tres espíritus inquietos más-. No había grupos de señoras ansiosas por merendar en el bingo; tampoco estudiantes confundidos por la verborrea de un profesor senil ni eruditos impertinentes vociferando el privilegio de su inteligencia; sólo paz.
Como en todas las exposiciones, siempre hay alguien que pregunta quién es el pintor en cuestión, aunque el texto escrito en la pared ocupe dos metros cuadrados, y ese aspecto reafirma en mí la convicción de que es un abuso hacer que el público pague por algo que olvidará unos minutos después de sacudirse los pies en la alfombra.
Nunca desearía para el pueblo español la ambición insana que caracteriza al inglés, pero es obligado adoptar de cada sitio lo mejor, y el acceso gratuito a los museos en Londres se ajusta al principio democrático que es la libertad de perjudicar a todo y a todos. Jorge Semprún -Federico Sánchez- registró en el segundo volumen de sus memorias el lamento de la reina Isabel II al visitar el Museo del Prado, cuyas telas parecen en mejor estado que las que cuelgan en la National Gallery, pero al menos cualquiera puede entrar allí para ver lo mal que están sus cuadros. En los museos de Londres, hasta la urna blindada que recoge las donaciones recuerda a una obra de arte, quizá porque el arte no es hoy más que un montón de dinero que convierte a las obras en trozos de mierda, y un museo serio y democrático como el Prado, en lugar de imitar la cafetería de aeropuerto que ha traído de diosabedónde, haría mejor en abrir sus puertas al aliento de quienes no podemos permitirnos una visita en el horario menos contaminado.
Somos tan pobres...


Yvs Jacob

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