Ocurrió de nuevo en la deliciosa Telemadrid. Ya he dicho alguna vez que de cuando en cuando, no sin precauciones, me asomo al programa literario de Sánchez Dragó. Las medidas que tomo son comprensibles, y no falta entre ellas una bebida bien fuerte de las que embellecen la madrugada, la hora en que vivimos despiertos los soñadores y los lectores de Marcel Proust.
Tengo que admitir que en ocasiones no es el presentador lo peor del programa, aunque siempre hacen presencia su servilismo y unas dosis de juicio torticero, "marca de la casa". Lo lamentable lo traen sus invitados, quienes, aprovechando la publicidad personal que la pequeña pantalla les concede como gracia accidental, se destapan impúdicos en su transformación en las personas interesantísimas y sabias que no son, y así, en su delirio, agarro el cuello de la botella de whisky y no sé muy bien si beber el veneno o derramarlo sobre mis ojos.
La última noche en blanco que pasé con Sánchez Dragó tuvo como invitado a Alberto Vázquez-Figeroa. No obstante no haber leído ninguna de sus obras, aprecio sin esfuerzo que se trata de una persona de fina sensibilidad. En mi "adolessensia", que diría el autor tinerfeño -que diría un periodista, o "el de Tenerife", más al gusto de los casposos profesores universitarios de la filología hispánica-, mi padre me obsequiaba tras algún viaje con una muestra de su exotismo tropical recién adquirida en el aeropuerto, y siempre con la intención de hacer de mi la buena persona en que me convertido por otros medios. Por supuesto que no me siento capacitado para determinar qué lugar le corresponde a Vázquez-Figueroa dentro de la literatura en castellano, pero le pido al Dios de Benedicto que haya otorgado a este creador infatigable el premio de haber escrito algo bueno, aunque sólo sea una miserable obra.
Por lo demás, la charla con Sánchez Dragó transcurrió desenfadada y hasta tierna, pero el microclima se quebró cuando el sagaz inquisidor al servicio de la "lideresa" dirigió al hiperestésico Vázquez-Figeroa unas palabras terribles sobre su madre, que por natural elegancia no reproduciré aquí. Al tinerfeño, las lágrimas le saturaban el párpado inferior, incrédulo, aunque no rompió aguas, si bien fue el habla lo que expiró... por unos instantes. Inmediatamente, apagué el televisor, conmocionado, y di unos golpes a mis vecinos de abajo porque me había acordado de que se los debía de la noche anterior.
Si Sánchez Dragó fuera de verdad un escritor, ¡la de eufemismos que podría emplear! Pero, no... ¡Qué tosquedad más inoportuna! La escuela de Aguirre...
Yvs Jacob
miércoles, 13 de enero de 2010
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