El problema del nuevo Estatut de Catalunya, y hasta los jueces lo han apreciado así, quizá porque no habrá supuesto mucho esfuerzo para memorizarlo durante su formación, tiene carácter lógico y se encuentra en su concepción como nación: ninguna definición de nación es posible con una nación dentro de otra. Esto significa que, si España es una nación, Catalunya no puede serlo, y si Catalunya es una nación, entonces no lo es dentro de España.
De todas las definiciones de nación que conozco, he quedado más convencido por la que emplean Julian Huxley y A. C. Haddon en We Europeans, la más cabal, a mi juicio, por deberse a dos naturalistas con auténticas pretensiones de hacer ciencia, y no a otros especialistas cuyos intereses impiden comprender la realidad -se debe además a dos ingleses inusualmente humildes, lo cual me excita sobremanera para confiar en ellos-.
Ese concepto -el de nación- reúne a una población en un territorio determinado, organizada dentro de un Estado, compartiendo un conjunto de tradiciones y hablando una lengua común, aspecto que más fuerte cohesiona a los individuos y alimenta su sentimiento de unión. Es obvio que a partir de esos criterios no puede Catalunya contemplarse como una nación, puesto que debería realizarse en ella el Estado, pero también lo es que, observando el resto de las características mencionadas en la definición, hay en Catalunya una expresión de singularidad, y de una singularidad antigua, aunque más aún lo es la vasca.
El uso de términos como sociedad, pueblo, nación, cultura... sirve tanto para favorecer el independentismo nacionalista como para contrarrestarlo. Podría decirse que Catalunya es un pueblo con una cultura singular, y que lo es dentro de una nación, que es la española, donde existen otros pueblos no menos singulares. En mi opinión, lo importante no es reconocerse como nación, porque el sentimiento de grupo, de comunidad antigua y peculiar ya lo incluyen las nociones de pueblo y cultura, y como tales, Catalunya merece todos los cuidados de España: se trataría de una cultura singular que hay que proteger y no aniquilar con la persuasión de otra ficción de contrarresto.
Para nacionalistas e independentistas, Catalunya es una nación cuyas estructuras administrativas independientes e históricas han sido sustituidas por otras que la subordinan a un Estado ajeno, pero al que forzosamente pertenece su nación, hasta que la política, y no la violencia, solucione esa situación anómala, la de ser una nación que carece de su propio Estado. Para ellos, además, Catalunya se protege mejor sola que dentro de España.
Pero un Estado no es algo que se ponga y se quite una nación dependiendo del momento histórico. Es cierto que Catalunya contó con estructuras de gobierno propias en el pasado, pero nunca fue un Estado como tal, porque un Estado es un complejísimo aparato burocrático-administrativo muy superior a la simple denominación de reino o condado históricos, y el surgimiento de la nación-Estado ha sido perfectamente datado en la historia sin que Catalunya pueda reclamar ese reconocimiento.
Para el Estado español, no obstante la buena voluntad de Rodríguez Zapatero al animar a Catalunya a ser todo lo que quiera ser, pero dentro de España, el problema amenaza con abrir una caja de truenos que podría llevar a todos, nacionalistas catalanes y nacionalistas españoles, y antinacionalistas de todo orden, a un enfrentamiento innecesario, dada la crueldad con que los hombres afirman los derechos que tienen y los que inventan.
El Tribunal Constitucional ha debido de pensar que es mejor sacrificar una parte que destruir el todo, una sabia lección que no necesita de ningún prejuicio, ni siquiera de un prejuicio anticatalanista, para aceptarse. (Divierte pensar en la separación de poderes cuando corresponde a los jueces asumir la responsabilidad de Estado que los políticos olvidan en ocasiones, o cuando los jueces, con su actitud partidista y su incompetencia, siembran dudas en los ciudadanos acerca del ejercicio de la democracia en una sociedad libre).
Hay algo sensato en no admitir que España se llene de naciones, lo contrario sería un suicidio colectivo cuya irresponsabilidad no puede tolerarse a jueces, políticos o simples ciudadanos. Podrá haber catalanes que no se sientan parte de la nación española, pero también hay españoles que no lo sienten con el mismo entusiasmo con que los catalanes sienten lo que son. Los hombres nacen donde nacen, es así de sencillo. Los hombres hablan una lengua, o dos, o tres..., todas las que permanezcan vivas en su lugar de nacimiento al menos, continúan tradiciones y se rigen por normas que podrían ser diferentes. Uno puede sentir mucho apego a eso, todo lo cual se llama realidad, o aceptarlo como conjunto de rasgos definitorios en el ejercicio siempre relativo de la identidad -uno, sea lo que sea, es frente a lo(s) demás-.
Yo no maldigo mi suerte, no me lamento por haber nacido español, pero tampoco deliro por la nación española; asumo lo que soy y no encuentro en ello ningún motivo para la tortura o para el enaltecimiento. Cierto sentimiento nacional es comprensible: me puedo apenar más por la suerte de alguien de Lugo que por alguien de Toulouse, aunque esta observación resulta patética con sólo analizarla. Para Catalunya, y a su pesar, España está más presente y dentro de lo que sus nacionalistas admiten, no pueden desprenderse de eso extraño que es España -nación y Estado-, incluso cuando se sienten fuera de ella. La pervivencia de Catalunya en la historia no se puede negar, pero la historia reciente, la de los últimos siglos, favorece más a una España reunida que a la independencia catalana.
¡Ay, seres humanos formidables, siempre pensando en el modo de vivir más provechoso y apasionado...!
Yvs Jacob
lunes, 23 de noviembre de 2009
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