Nunca he comprendido el éxito de U2. El aspecto de sus miembros lo he encontrado siempre despreciable, y el sonido alterado en el estudio de grabación por el que han optado me agota apenas Bono se pone las gafas de pastillero. De Bono se reía con buen humor Bret Easton Ellis en American Psycho, aquella novela tan genial que conseguía despertar ternura en el lector ante los ingeniosos ataques de violencia de su protagonista. ¡Qué tiempos, qué deliciosa locura!
Bono es un décalage, un abismo entre lo que puede ser una estrella del pop y lo que es de verdad como hombre que actúa y representa, un dios para los idiotas. Dioses de estos hay ya demasiados.
Pero el asunto a tratar no es el espejismo de la cultura, y tampoco lo es la simpatía social que despiertan siempre los desahuciados -recuérde que U2 proviene de Dublín, la capital de esa isla tan pobre..., comparada con 'la otra'-. El asunto es la gratuidad, tan sorprendente, de su concierto, porque U2 es, junto con el primo rico de la Gran Bretaña, The Rolling Stones, uno de los principales recaudadores de impuestos en el universo pop. He intentado hallar una explicación para este nuevo brote de buen rollo. Tal vez se deba a lo que significa Berlín.
Berlín no sólo es la ciudad donde Adolf Hitler perdió la cabeza, donde la perdió de verdad; es también la ciudad del muro, y la ciudad en la que J.F.K. dio un discurso que, por muchas simplicidades que contuviera, sólo puede admirarse e imitarse, o continuarse, así el dado por el siguiente de los hombres excepcionales que tanto proliferan en U.S.A.: Barack Obama. Berlín, ciudad inspirada... O de la inspiración.
¡Qué majos estos chicos de U2! ¡Qué generosidad la suya al reivindicar la memoria de la desgracia! Sólo por estos homenajes merece la pena que el hombre sea malvado. Los dioses siempre se asoman tras las cosas malas...
Yvs Jacob
viernes, 30 de octubre de 2009
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