2. Pero apenas unos pasos, ya se apreciaba que no, que no era un día cualquiera, sino uno de mucho vandalismo, de incivilización, barbarie, uno de gran violencia, ¡un día altamente catalán! Obsérvese si no el estado en que quedó este banco, digno representante de la aristocracia entre el mobiliario urbano madrileño. Atención: no debe confundirse en Madrid un banco con la otra estructura, tan parecida, que se destina al descanso, preferiblemente nocturno, de algunos ciudadanos en la vía urbana, la cama con lateral de seguridad, que bien se aprecia al fondo de la imagen, con la mesilla de cartón, obligado complemento para el sin hogar, y sin embargo madrugador. Pero obsérvese qué salvajismo sindical no se habría desatado contra este precioso banco madrileño, tapizado con ese material nobilísimo, el sky, que en los años ochenta llegó incluso a desplazar la nobleza natural del cuero, entonces espurio, anticuado, provinciano. Un tres plazas precioso, tono mostaza muy bien logrado; y cómodo que debía de ser... ¿Dónde se sentarán ahora nuestros ancianos, qué derecho tenía nadie a destrozar así lo que es de todos? Sindicalistas bárbaros, raza destructiva y cruel, ¡yo os maldigo!

4. Todavía me reservaría la jornada imágenes imborrables para las noches de terror, pesadillas que me acompañarán mientras viva. ¿No son acaso restos los que aquí flotan que integraron alguna vez un cuerpo frágil y tierno? ¿Podría encontrarse vileza más extraordinaria que semejante desmembración, descuartizamiento, despiezado, la inocencia destruida? Si tal es el precio que debe pagarse por la reforma laboral, ¡cese, por Dios! ¡No podremos soportarlo!
5. Siguiendo el rastro que delataba el paso de los salvajes sindicalistas españoles, llegué por fin a la manifestación. No había lugar a la menor duda: armados y organizados, eran todavía más violentos, más peligrosos; incontenibles en su ansiedad, la vida humana no tenía para ellos ningún valor. Sus gritos alentaban a la lujuria, al desenfreno; sus tambores hipnotizaban, uno que los escuchase ya sólo pensaba en aniquilar la vida de los otros, sólo pensaba en no dejar ni los cimientos de la humana sociedad, de la civilización. ¡Y qué aspecto el de las bestias! Sólo verlos ya daba miedo.
6. No se pierda detalle del modo como el que parecía ser su líder animaba sin ninguna reserva a la hueste envidiosa y sedienta, inmadura para aceptar su suerte a que cometiese crímenes inenarrables, los más terribles que imaginar quepa. ¿Cómo podremos dormir tranquilos sabiendo que ese hombre se encuentra entre nosotros? ¿Y no se aprecia con absoluta claridad cómo inicia la carrera este grupo, quizá tras el avistamiento de algún honrado trabajador que, en el ejercicio de su derecho, este sí, constitucional, acudía, si es que no se encontraba ya en él, a su puesto de trabajo? Intolerancia, voluntad de dominio, no, de muerte. No hubiese querido yo, por nada del mundo, caer en las manos de esta masa dionisiaca, provista de sofisticados instrumentos para la agresión que ni el más sangriento de los ejércitos utilizaría en una guerra justa. Que lo vea la presidenta de la Comunidad de Madrid, que lo vea el mundo entero, ¡así son los sindicalistas españoles! ¿Acaso no debería intervenir ya la OTAN? ¿Acaso no le queda a España un amigo americano?

ver lo que sucedió ya en la Puerta del Sol -inmisericordes, ninguna compasión, ninguna humanidad había en ellos. El egoísmo y la sinrazón secuestraron a la masa durante los discursos incendiarios, abrasivos de sus cabecillas, que desde una plataforma lanzaban proclamas, el puño en alto, el símbolo, no de la disconformidad, sino del liberticida. Fue entonces que un equipo de bomberos hizo presencia en una de las entradas de la Puerta del Sol, zona de tránsito, al parecer, hacia el lugar que reclamaba su intervención. Pero lejos de abrir camino a quienes dedican su vida a salvar a los demás, muy lejos de ceder el espacio, los más de 400.000 vándalos que llenaban la plaza, entre los que podría encontrarse quizá algún familiar, alguno de sus seres queridos que urgentemente necesitase la ayuda experimentada de los profesionales de la emergencia, lejos de responder como lo haría una persona normal, la jauría se abalanzó sobre el camión -un camión de bomberos que no había encontrado otra ruta que la obligada apertura de la masa, 400.000 individuos-, e impidió de nuevo que unos trabajadores hiciesen uso de su derecho constitucional, el de negarse a participar en una huelga festiva, para realizar su cometido, aquel por el cual la sociedad les retribuye religiosamente. ¡400.000 indeseables...! ¡Ojalá los hubiese atropellado a todos!
8. A punto estuvo de comenzar entonces lo que Ernst Jünger llamaría la guerra del material. Los sindicalistas se hicieron fuertes en la plaza, la euforia tras la expulsión de uno de los cuerpos del Estado se contagió, se redobló su sadismo, y con la presencia, con el apoyo de nuevas armas que dejaban en la indefensión a los buenos demócratas, honrados trabajadores y pequeños propietarios honestos, la aguerrida marabunta rugió -desde el ministerio de Interior se dio la orden de restringir el espacio aéreo sobre la Puerta del Sol, una medida de todo punto necesaria, "¡que sepa esa chusma que todavía hay un Estado, que todavía hay un Gobierno en el Reino de España!", parece que se dijo en algún despacho, una mano pringaba el auricular de un teléfono con los restos de lo que había sido un canapé de salmón...
Tiene razón la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre; si se emplean todos los medios con que cuenta el Estado, los sindicatos, como el muro, caerán. Y cuando caiga el sindicalismo, seremos, por fin, libres.
Tocomocho para Basuragurú -un día que pasó mucho, pero que mucho miedo.